Al abrir mis ojos y notar lo que me rodeaba, creí que había terminado en el infierno. Parpadeé varias veces, pensando en que tal vez tendría que volver a vivir una de las peores etapas de mi vida para ya por fin ser juzgada, pero cuando ningún extraño ser se acercó a mí ni me arrasaron las calurosas llamas del pecado, supe que realmente volví a ser joven. Una inmensa alegría me recorrió mientras los vellos de mi piel se erizaban por las intensas emociones. Y mientras bailaba internamente por tener la oportunidad de comenzar de cero, me levanté y volví a reparar en el bastardo que dormía a mi lado, era el mismísimo Damián Montiel. Observé como descansaba, quitado de la pena después de saber que me arrebató mi futuro y quise tener algún elemento punzo cortante para asesinarlo. Pensé en una y mil maneras de hacerle sufrir por todos esos horrorosos años que pasé a su lado, pero el dolor que emanaba de mi cuerpo me impidió continuar haciendo movimientos bruscos. Al parecer, el hecho de que perdí mi virginidad con aquel hombre no iba a cambiar. Me froté el vientre con preocupación y rememoré lo que venía después, mi hijo, Lucas. De pronto, lo que había sido un sincero alivio, se transformó en desconcierto y miedo. Aunque lograra escabullirme de la habitación sin que nadie me mirara, de igual manera en unos meses se enterarían de que estaba embarazada. Intenté buscar una manera de salir de ese tremendo enredo, y lo único que vino a mi mente fue desaparecer del lugar.
Con suma cautela, sin desear despertar a ese bastardo, tomé mi vestido y me lo enfundé lo mejor posible. Recogí mis zapatillas esparcidas en el suelo y sentí como si algo en mi interior se estuviera desgarrando. Me mordí el labio para no gritar, pues no quería alertar a los empleados como la primera vez hice. Un poco más calmada, comencé a arrastrarme por el pasillo, buscando una posible solución. Escuchaba las docenas de paso andar por el segundo piso y el jardín, seguramente buscando mi paradero, pues seguramente cuando las sirvientas fueron a levantarme como de costumbre y vieron mi cama completamente tendida, llegaron a la conclusión de que algo malo me había pasado. Y no estaban equivocadas, pues aquel bastardo acababa de drogarme y abusar de mí para quedarse con mi dinero. Aguardé en silencio durante unos minutos, hasta asegurarme que todos se dirigieran en la dirección contraria a donde me encontraba y casi pegué un brinco del susto, cuando escuché que se acercaban a mí. Desesperada, miré como una de las sirvientas salía envuelta solamente en una sábana y se metía en el baño del servicio. Pensando que tenía un poco más de tiempo si me escabullía en su recámara, me encerré en ella sin corroborar en qué situación se encontraba ese sitio.
—Vaya, ¿Así que tendré un segundo round?
Preguntó una voz gruesa con sorna y me quedé inmóvil. Me di media vuelta muy lentamente y observé atónita a aquel apuesto y endemoniado hombre que se encontraba completamente desnudo en la cama. Aunque no era mi primera vez viendo a uno de esa manera, su postura despreocupada y segura de sí misma, me sacó de contienda y sentí mi cara comenzar a arder.
—Al parecer no estás aquí para eso—murmuró—. Pareces una gatita asustada, no te voy a destazar, dulzura. No es mi intención meterme con niñas inexpertas.
Su manera de expresarse y lo crudas de sus facciones, me hicieron recordarlo casi de inmediato. Era Owen Hudson, el ex jugador estrella del béisbol. Después de sufrir una tremenda lesión que marcó el fin de su exitosa carrera, se gastó toda su fortuna en vicios y mujeres, lo que lo mandó a la bancarrota y después, desapareció completamente del mapa. Esbocé una mueca recordando la última vez que nos encontramos en mi vida pasada, aquella manera en que sentenció sin nada de pena lo bien que la hubiéramos pasado si Damián no se aprovechaba de una niñita inconsciente y de repente perdí todo rastro de calor. En aquel momento, lo había abofeteado y maldecido, pero al parecer fue capaz de ver la realidad de lo que sucedió pues también estuvo cuando todo el escándalo se realizó.
—¡Señorita! ¡Señorita Amelia!
Maldije en voz baja, sabiendo que se me acababa el tiempo. Owen me miró sin decir nada, hasta que notó algo que le causó risa y comenzó a carcajearse.
—¡Basta! ¡Te escucharán! —solté alarmada. Corrí hasta donde se encontraba y coloqué mi mano en su boca.
Nos miramos a los ojos por error y algo extraño me recorrió el cuerpo. Aunque no poseía las facciones bellas de un modelo de revista, poseía algo de brutalidad y sensualidad que parecía ponerme débil. Supuse que ese encanto abismal que lo recorría era lo que hacía que todas las chicas cayeran rendidas a sus pies y suspiré pensando en por qué mínimo no pasé una noche con alguien así. En cambio, viví durante más de veinte años de manera miserable, sin intimidad y siendo despreciada a más no poder. Seguí presionando mi mano, hasta que sentí algo húmedo recorriéndola, había sacado su lengua.
—¡¿Qué haces?! —exclamé escandalizada.
—Tú fuiste la que se metió en este cuarto y de pronto se acercó a mí. No puedes echarme la culpa de nada de lo que pueda suceder.
Sabía que estaba bromeando conmigo. Aunque estuviera en mi yo veinteañera, en realidad mi edad mental era muchísimo mayor que él, así que no podría intimidarme con trucos tan baratos. Lo desafié con la mirada y contemplé como la sorpresa bailaba en su rostro.
—¡¿Amelia querida?! ¡¿Estás aquí?! ¡Revisen todos los cuartos a fondo, apresúrense!
Mi madre gritaba a todo pulmón. Se escuchaba tan claro y nítido, que supe que pronto comprobarían esta habitación. Sin muchas ideas, me aproveché de lo aturdido que Owen parecía por mi presencia y me acosté en la cama.