Eres mi salvación

24. Pedazos de nosotros

Llegó el día siguiente, y Fred seguía conmigo en la hacienda, mientras ninguno de los dos podía hacer algo para mejorar el frío ambiente que nos rodeaba. Pasamos aquella noche en un silencio sepulcral, pues no teníamos cabeza para algo más que eso. Cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos depresivos, y en verdad deseaba volver a ser esa joven Amelia de mi primera vida, esa nena positiva y dulce que seguramente sabría cómo lidiar con la situación. Pero desafortunadamente no lo era. De esa chica con sueños e ilusiones no quedaba más que el recipiente roto de lo que solía ser.

Al parecer, ni siquiera con la ayuda de los Dioses pude recuperar aquello que tanto valor tuvo para mí.

—Ella era la más bonita de todas.

Dijo mientras me encargaba de hacer la comida. Hacía menos de una hora recibimos una llamada de Owen, diciendo que Pris estaba estable y que pronto volverían a casa, el alivio que sentimos fue tan inmenso, que en cuestión de minutos se abrió nuestro estómago y nos volvió el apetito. Fue apenas en ese instante, que nos dimos cuenta que no habíamos probado bocado desde ayer en la tarde, nos miramos de reojo y nos reímos nerviosamente, pensando lo descuidados y poco confiables que resultábamos.

—¿La señora Hudson?

Él me observó con gracia, seguramente juzgándome por llamarla de aquella manera tan formal, pero seguía pareciéndome extraño llamarle Pris frente a otras personas, más si esta era su esposo.

—Así es, Priscila es la chica más linda que conocí. Desde la primera vez que la vi paseando por el parque en su bicicleta, no fui capaz de quitarle los ojos de encima. Aún recuerdo como la admiraba al pasar cerca de mí en las tardes, con sus trenzas ondeando en el viento y luciendo esa característica sonrisa suya, que la hace tan vivaz y tierna.

Por alguna extraña razón, escucharle hablar de esa forma tan afectuosa de su esposa me calentaba el pecho. La única relación funcional y repleta de amor que conocía antes de la suya era la de mis padres, y ni siquiera sentía que la de ellos le llegara a los talones. Ahora que vivía con ellos y pasaba tanto tiempo escuchándoles y mirando las pequeñas acciones que tenían el uno con el otro, podía entender a la perfección que había orillado al hombre a intentar un doble suicidio.

—Ella es toda mi vida —comenzó a decir nuevamente, pronto ese amor incondicional que reflejaban sus ojos fue empañado por un dolor agudo, que comprendí desde lo profundo de mi ser—. No me imagino existiendo sin ella. Cuando mi hija nos abandonó e hizo como si no existiéramos, lo único que nos quedaba éramos nosotros dos. Siempre estuvimos juntos desde que me enamoré de ella y me confesé, no conozco otra forma de vida y tampoco deseo conocerla.

El rumbo que la conversación comenzaba a tomar me hizo erizar los vellos del cuerpo.

—Sé que todavía eres muy joven y Owen también, que las cosas ya no son nada parecidas a lo que eran antes y que los matrimonios acaban pronto, pero aunque sea muy egoísta de mi parte, te pido que cuando Pris parta de este mundo, no te alejes de mi muchacho. Pues estoy seguro que en poco tiempo yo le seguiré a ella, no aguantaré mucho sintiendo la pena de no tenerla a mi lado.

Recordé nuevamente a mi hijo perdido, y mi corazón se estrujó. Entendía perfectamente a que se refería, por eso no era capaz de culparlo. Cada día era un martirio despertar y ser carcomida por la culpa, la culpa de saber que yo seguía respirando y me aguardaba un futuro, cuando por mi negligencia, acabé con las esperanzas que Lucas tenía para esta nueva vida que le esperaba. Me aferré con fuerza a las faldas de mi mantel y no fui capaz de responderle a Fred, pues también la responsabilidad de entender que Owen estaba casado conmigo fue porque lo obligué me estaba matando. ¿Con qué cara le prometería que cuidaría de Owen si ni siquiera me amaba? ¿cómo podía darle esperanzas a aquel buen hombre cuando nuestra relación está basada en las mentiras?

Seguía siendo la Amelia retorcida que fui en mis cuarenta años, y me costó la vida de mi hijo comprenderlo.

***

Era la noche de ese mismo día, cuando estaba sentada en uno de los columpios caseros del camino de la arboleda. Rejunté algunas naranjas del árbol y me dispuse a comer sin cuidado, buscando ahogar todo mi pesar en sabor cítrico.

—¿Por qué está usted acá afuera como si no tuviera casa? Ya está demasiado vieja.

Justo cuando estaba por tomar el siguiente gajo, aquella voz estridente me sacó de mi miseria. Volteé a un lado y ahí estaba él, ese pequeño bribón.

—No soy vieja —murmuré—. Apenas soy una jovencita.

El niño estrechó sus ojos al máximo como si no pudiera creérselo. Observé sus mejillas sucias y me reí.

—¿Por qué te burlas de mí? —espetó haciendo un puchero todavía más gracioso—. Es por esto que no me gustan las viejas feas como tú.

Quise darle un golpecito en la frente en venganza, pero este fue más rápido y me arrebató un par de naranjas.

—No tienes que robarme tantas, te dará indigestión.

El chico negó con la cabeza y suspiró.

—¿Por qué me comería todas estas yo solo? Son para los chicos.

Con la mención de aquello, recordé que vivía en el orfanato del pueblo. Sin saber qué decir, le tendí la pequeña cesta que tendía a mis pies. Este la aceptó frunciendo el ceño y ladeó la cabeza.

—No entiendo porque me lo estás dando por tu propia voluntad. La gente de por acá no hace bueno.

—Pues yo no soy de aquí, así que realmente no me importa como ellos actúen.

Estuve a punto de preguntarle acerca de si recordaba algo de sus padres, pero me abstuve. Seguramente sería demasiado grosero hablarle de ello, y yo mejor que nadie sabía lo doloroso que era cuando sacaban a colación un tema que querías enterrar en lo profundo de tu alma. Al mirar nuevamente su cara y sus lindos ojos, pensé nuevamente en Lucas, y me pregunté si algún día sería capaz de vivir sin quebrarme de dolor.




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