El aterrizaje fue suave, pero el nudo en mi estómago seguía ahí. Acompañada de una sensación desconocida, por haber llegado a ese lugar que no era mi hogar, pero que ahora no tenía más. Madeira, Portugal…
Caminé por el aeropuerto con paso firme, aunque en mi interior todavía sentía que algunos fragmentos de mí estaban en reconstrucción.
El aire olía distinto. El idioma a mi alrededor me resultaba ajeno. Pero dentro de mí algo susurraba estás bien, estás a salvo.
Pedí un taxi, di la dirección del pequeño hospedaje que había reservado unas horas antes, y me permití mirar por la ventana mientras la naturaleza desfilaba frente a mis ojos.
El taxista me recibió con una sonrisa amable y acento portugués cálido. No preguntó nada. Solo condujo por caminos empedrados, entre terrazas de flores salvajes y casas con tejados rojos.
El hospedaje estaba en lo alto de una colina, con vista directa al mar. Tenía paredes blancas y ventanas de madera. Una terraza con bugambilias y una hamaca vieja que crujía con el viento.
Me instalé en el lugar, sacando la ropa de la maleta y colocándola en el armario, sin prisa, sin necesidad de nada más, no necesitaba hacer nada hoy, solo descansar. No necesitaba correr. El mundo había corrido demasiado sin mí.
Al llegar la tarde, salí a la terraza con una taza de té helado en mis manos, me senté en el borde de la terraza, con las piernas cruzadas, y contemplé el océano, las suaves olas que llegaban a la playa a unos metros de distancia.
Allí, el mar no preguntaba. No buscaba titulares. Solo se movía. Como mi corazón, que poco a poco… también comenzaba a moverse de nuevo.
Cuando la brisa acarició mi rostro, fue inevitable no cerrar los ojos, respiré hondo y permití que los ojos se me llenaran de lágrimas. Las dejé escapar lentamente, pero por primera vez desde el inicio del caos, no lloraba por alguien más. Lloraba por mí misma.
Saqué mi teléfono y mandé el mensaje que tenía pendiente, y luego bloqueé su número, como lo había hecho con el de los chicos.
☀️
—Ya te envié las ediciones de las fotos Haneul —dije mirándola a través de la pantalla de mi laptop.
Habían pasado alrededor de dos meses. Dos meses en los que el mundo se sintió más lejano y, a la vez, más cerca de mi piel. En ese tiempo, mi único vínculo con mi antigua vida —además de mis pensamientos— era ella.
Haneul. Mi faro a la distancia. Nos hablábamos seguido, algunas veces por trabajo, otras simplemente para no sentirnos tan lejos. Y también… para recordar que, en medio del caos, alguien hablaba el mismo idioma que yo. No solo el del país, sino el del alma.
—Las vi. Están preciosas —respondió con una sonrisa suave—. Te juro que me dan ganas de dejarlo todo y volar a Madeira ahora mismo.
—Te esperaría con un té helado y un libro nuevo —dije, intentando bromear, aunque la idea no sonaba tan absurda.
Haneul se acomodó mejor frente a la cámara.
—¿Cómo vas? Y no me digas “bien”, Rory. Ya nos conocemos.
Solté un suspiro y apoyé la barbilla en mi mano.
—Más tranquila. Hay días más claros. Otros más nublados. Pero ya no se siente como si me estuviera ahogando.
Ella asintió, comprendiendo el peso exacto de esas palabras.
—Me alegra. Te juro que sí. Aunque se te extraña aquí… muchísimo.
El aterrizaje fue suave, pero el nudo en mi estómago seguía ahí. Acompañada de una sensación desconocida, por haber llegado a ese lugar que no era mi hogar, pero que ahora no tenía más. Madeira, Portugal…
Caminé por el aeropuerto con paso firme, aunque en mi interior todavía sentía que algunos fragmentos de mí estaban en reconstrucción.
El aire olía distinto. El idioma a mi alrededor me resultaba ajeno. Pero dentro de mí algo susurraba estás bien, estás a salvo.
Pedí un taxi, di la dirección del pequeño hospedaje que había reservado unas horas antes, y me permití mirar por la ventana mientras la naturaleza desfilaba frente a mis ojos.
El taxista me recibió con una sonrisa amable y acento portugués cálido. No preguntó nada. Solo condujo por caminos empedrados, entre terrazas de flores salvajes y casas con tejados rojos.
El hospedaje estaba en lo alto de una colina, con vista directa al mar. Tenía paredes blancas y ventanas de madera. Una terraza con bugambilias y una hamaca vieja que crujía con el viento.
Me instalé en el lugar, sacando la ropa de la maleta y colocándola en el armario, sin prisa, sin necesidad de nada más, no necesitaba hacer nada hoy, solo descansar. No necesitaba correr. El mundo había corrido demasiado sin mí.
Al llegar la tarde, salí a la terraza con una taza de té helado en mis manos, me senté en el borde de la terraza, con las piernas cruzadas, y contemplé el océano, las suaves olas que llegaban a la playa a unos metros de distancia.
Allí, el mar no preguntaba. No buscaba titulares. Solo se movía. Como mi corazón, que poco a poco… también comenzaba a moverse de nuevo.
Cuando la brisa acarició mi rostro, fue inevitable no cerrar los ojos, respiré hondo y permití que los ojos se me llenaran de lágrimas. Las dejé escapar lentamente, pero por primera vez desde el inicio del caos, no lloraba por alguien más. Lloraba por mí misma.