Eres Mi Sol -J-Hope

El rincón de las postales

Las mañanas en Madeira empezaban a tener ese sabor conocido. El café en la misma taza blanca con una pequeña grieta en el borde, las sandalias de siempre, la brisa jugando con mi cabello apenas abría las ventanas. Era rutina, pero no de esas que cansan. Era rutina de las que te abrazan. De las que te devuelven.

Ese día, Elía me propuso caminar hacia el lado opuesto del puerto, a un sitio que aún no conocía.

—¿Te apetece descubrir otro de mis rincones favoritos? —preguntó mientras guardaba en su bolso un par de lápices y una libreta.

—Por supuesto —respondí, sin preguntar a dónde íbamos. Había aprendido a dejarme llevar por ella.

El camino fue silencioso al principio, con la ciudad despertando a nuestro alrededor. Pasamos frente a una floristería diminuta, con jazmines colgando del marco, y luego doblamos hacia una calle adoquinada que parecía sacada de una postal antigua.

Subimos una pequeña colina, cruzamos un callejón cubierto de hiedra, y finalmente llegamos.

Era un espacio pequeño, casi escondido entre dos edificios con fachadas envejecidas por el salitre. Una cafetería sin nombre, con apenas tres mesas en la terraza, y al fondo, una pared cubierta de postales. Postales reales. Escritas a mano, clavadas con alfileres y algunas amarillentas por el tiempo.

—Este es mi lugar secreto —dijo Elía, tomando asiento junto a la ventana.

—¿Qué es esto? —pregunté, acercándome a leer algunas.

“Querida mamá, aún no entiendo cómo este lugar me hace sentir más cerca de ti, aunque estés al otro lado del mundo.”

“Hoy dibujé un pez y me salió torcido. Pero fue el primer día en meses que no quise desaparecer.”

“Te amé, incluso cuando no supe decirlo. Si algún día pasas por Madeira, sabrás que dejé esto para ti.”

—Es el rincón de las verdades no enviadas —explicó Elía—. Aquí la gente deja lo que no pudo decir. O lo que ya no necesita cargar.

Me quedé en silencio. Era hermoso. Era real.

La dueña del lugar, una mujer mayor de cabello plateado y delantal con manchas de tinta, nos saludó con una sonrisa.

—¿Quieren dejar algo hoy? —preguntó.

—¿Podemos? —dije, y ella me extendió una tarjeta blanca, simple, sin nada escrito.

Tomé un bolígrafo del mostrador, regresé a la mesa, y después de respirar hondo, comencé a escribir.

“No sé si alguna vez leas esto. No sé si alguna vez regreses. Pero quería que supieras que confíe en ti, porque sabías exactamente como sostener mi corazón, pero también sabias como romperlo y que te siguiera amando…
R.”

La clavé en la pared con manos temblorosas. Pero al hacerlo, sentí como si una parte de mí soltara algo que llevaba demasiado tiempo atado al pecho.

Cuando regresé a la mesa, Elía me miró en silencio. No hacía falta decir nada. Ella lo sabía.

—¿Y tú? —le pregunté, señalando su libreta.

—Hoy no dejaré palabras —respondió—. Hoy solo quería verte soltar las tuyas.

Sonreí al escuchar sus palabras, era como si me conociera de toda la vida.

—Gracias… de verdad estás haciendo mucho más por mí, de lo que yo he hecho en años.

Elía apoyó la barbilla sobre su mano, con esa expresión suya serena y sin pretensiones.

—Tú solo necesitabas un lugar donde dejar de sobrevivir —dijo—. Y a veces, solo hace falta alguien que te mire sin querer arreglarte, solo verte y hacerte compañía.

Sentí los ojos arder un poco, y asentí ligeramente. No era tristeza, era más como una emoción suave, que se instala en el pecho y te hace sentir… vivo.

—Me perdí tantas veces intentando ser lo que los demás esperaban —confesé en voz baja—. Y ahora que estoy intentando ser yo, sin esa armadura extraña, no sé por dónde empezar.

—Empezaste cuando llegaste aquí —respondió ella con una sonrisa—. Y hoy, cada palabra que soltaste fue un paso. Y cuando te des cuenta, habrás caminado mucho más lejos de lo que imaginabas.

Miré hacia la pared de postales. La mía se mezclaba entre cientos de voces y silencios. Pero estaba ahí. Como una constelación mínima en un cielo hecho de despedidas y promesas rotas.

Nos quedamos ahí, en esa cafetería de madera y ventanas abiertas, con la brisa del mar colándose entre frases que no necesitaban prisa. Habíamos dejado algo atrás, sí. Pero también… habíamos recogido algo más. Una certeza suave: la de no estar solas.

Al llegar la una de la tarde, regrese a casa, ya que tenía una videollamada con Haneul. Tomé mi tablet y esperé un momento a que ella se uniera a la llamada mientras revisaba mi Instagram.

Aun después de estos meses, no dejaban de llegar mensajes, aunque ya no eran tan amenazadores como antes. Y eso me hacía sentir más tranquila, aunque me dolía haber llegado a eso, a experimentar esa parte del hate que dejan las personas solo por no encajar en “la vida de su ídolo”.

Me quedé mirando la pantalla unos segundos más, viendo esos mensajes que no pedí, que no busqué… pero que habían llegado igual. Algunos con una culpa disfrazada de disculpa tardía. Otros, aún cargados de juicio. De esos que no sabían nada y aun así hablaban como si supieran todo.



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Editado: 06.09.2025

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