La calidez de los brazos de Haneul fue todo lo que necesité para dejar de contenerme.
Las lágrimas salieron sin aviso, sin permiso, sin barreras.
No eran solo por Hoseok.
Ni por los comentarios crueles, por las miradas escondidas en redes sociales, ni siquiera por la incertidumbre del “qué somos” en medio de un amor que nació sabiendo que tendría que pelear por existir.
Era por todo.
Por las palabras que no dije, por las veces que fingí estar bien mientras me quebraba por dentro.
Por haber querido ser fuerte demasiado tiempo.
Por sentir que estaba cargando un amor precioso con las manos desnudas, sangrando cada vez que el mundo intentaba arrebatarlo.
Y lloré.
En silencio.
Con la frente apoyada en su hombro, sintiendo que por fin podía hacerlo sin que nadie esperara que volviera a ser funcional en dos minutos.
Haneul no dijo nada.
No preguntó.
Solo estuvo ahí, firme, suave, paciente. Como se está para alguien cuando no se necesita una solución, sino un respiro.
La canción de fondo seguía sonando, tenue, casi un susurro entre las luces del estudio que se iban apagando poco a poco.
Esa pequeña melodía, que antes había sido solo parte del ambiente, ahora parecía acompañar mis emociones con una delicadeza casi simbólica.
Cuando mis sollozos empezaron a calmarse, sentí que mi cuerpo, agotado por días de tensión acumulada, se aflojaba lentamente.
—Perdón por esto —susurré, limpiándome el rostro con la manga de mi blusa.
Haneul se apartó un poco solo para tomar mi rostro entre sus manos.
—¿Perdón por qué? ¿Por sentir? Rory, eres humana. No eres solo una profesional, ni solo “la chica que lo ama”, ni solo un blanco en redes. Eres tú. Y si tú no puedes llorar aquí… ¿entonces dónde?
Sus palabras eran tan simples, tan verdaderas, que lo único que pude hacer fue asentir. Dejando escapar algunas lágrimas que todavía quedaban ahí.
Porque tenía razón.
Porque había olvidado que también era válido estar rota a veces.
Me volvió a abrazar, fuerte, cálido, como si supiera que mi alma lo necesitaba más que mis palabras.
Y nos quedamos así hasta que el deber nos volvió a llamar.
Haneul me dedicó una mirada suave antes de regresar al set, y yo, como si me replegara al mundo que conocía, tomé mi cámara y volví a mi oficina.
Tenía que regresar a la realidad.
A las entregas. A los pendientes. A lo que podía controlar.
Fallaba en mis intentos por concentrarme. Mis dedos temblaban ligeramente sobre el mouse, y el monitor parecía más brillante de lo normal. La carpeta de la última sesión estaba abierta, pero mis ojos no registraban nada.
Suspiré, cerré los ojos por un instante… y al volverlos a abrir, me obligué a hacer lo que mejor sabía.
Era como coser las imágenes para que contaran una historia sin palabras.
Me perdí en ello. Me desconecté. Dejé que la pantalla absorbiera mis pensamientos.
Hasta que algo—no, alguien—rompió el aire a mi alrededor.
Su perfume.
Ese aroma único, entre madera y algo dulce. Hoseok…
Estaba ahí. Frente a mí. Y yo no me había dado cuenta.
Mis dedos se detuvieron en seco.
El clic del mouse fue lo último que sonó.
Luego, nada. Solo el silencio que se instaló entre los dos.
Levanté la mirada lentamente, como si temiera comprobar que no era mi imaginación.
Y ahí estaba.
Hoseok.
Con los hombros ligeramente tensos, la gorra en una mano y los ojos…
Esos ojos que me miraban con cautela, como si esperaran a que yo dijera algo primero.
Mi corazón dio un vuelco.
Sentí el golpe sordo en el pecho, la mezcla de ansiedad, sorpresa y esa punzada de emoción que solo él podía provocarme.
Me quedé inmóvil.
Las palabras se negaban a salir.
Solo lo observé, en silencio.
Su cabello estaba algo despeinado, llevaba ropa sencilla, pero sus ojos… sus ojos me hablaban de mil pensamientos no dichos.
Pasaron segundos. Eternos segundos.
Y entonces, él dio un paso más hacia mí.
Me levanté, quedando frente a él…
—Rory… —murmuró. Su voz era baja, casi un susurro que parecía pedir permiso.
—Hoseok… —dije en voz baja, casi un susurro.
Di un paso hacia él, acortando la distancia. Él abrió sus brazos y sin dudarlo lo acepté. Sin poder evitarlo.
Porque por más que todo fuera un caos allá afuera, por más que mis muros estuvieran a medias, tambaleando… Su presencia seguía siendo mi refugio.
Él estaba aquí.
Nuestros cuerpos se encontraron en medio de la incertidumbre.
Su abrazo fue firme, sin urgencias, sin dramatismo.
Solo nosotros.
En medio de la tormenta.
Sentí cómo su pecho subía y bajaba contra el mío. Su respiración era pausada, como si también estuviera buscando consuelo en este instante suspendido, en el que nada más importaba.
—Lo siento —murmuró cerca de mi oído—. Por todo. Por no haber llegado antes. Por no haber hecho más.