La primera vez que Alma sintió miedo de Gael no fue cuando gritó.
Fue cuando sonrió.
Estaba de pie frente a la ventana, con la ciudad extendiéndose a sus pies como un mapa de luces frías. Alma sostenía la maleta con ambas manos, los nudillos blancos de tanto apretarla. Había ensayado ese momento durante semanas: las palabras, el tono firme, la dignidad que no quería perder. Pero nada la había preparado para el silencio de él.
—¿Eso es todo lo que vas a llevarte? —preguntó Gael sin voltear.
Su voz era baja, controlada. Demasiado.
—Es suficiente —respondió Alma, tragando saliva—. No necesito más.
Gael giró lentamente. Vestía de negro, como casi siempre. Elegante. Impecable. El hombre que todos respetaban, al que nadie se atrevía a contradecir. El mismo que, puertas adentro, sabía exactamente cómo quebrarla.
—No —dijo—. No es suficiente.
Alma sintió un escalofrío.
—No estoy pidiendo permiso. Me voy.
La sonrisa apareció entonces. Lenta. Peligrosa. No llegó a sus ojos.
—Te equivocas —respondió él—. Siempre que cruzas esa puerta, me estás pidiendo permiso.
Alma dio un paso atrás.
—Gael, esto se terminó. No quiero seguir viviendo con miedo. No quiero revisar mi teléfono pensando que me estás vigilando. No quiero explicarte cada respiración.
Él caminó hacia ella con calma, como un depredador seguro de su presa.
—Eso no es miedo —corrigió—. Es pertenencia.
La palabra cayó como un golpe.
—No soy un objeto —dijo ella, con la voz quebrándose—. Soy tu pareja… o lo fui.
Gael se detuvo frente a ella. Levantó una mano y tomó un mechón de su cabello, deslizándolo entre sus dedos.
—Eres mía —susurró—. Y eso es mucho más que ser pareja.
Alma apartó su mano de golpe.
—Eso es lo que no entiendes. Amar no es poseer.
Él la miró fijo, los ojos oscuros endureciéndose.
—Yo no sé amar de otra forma.
El silencio se volvió espeso. Alma sintió que el aire no alcanzaba. Aun así, reunió el valor que le quedaba y avanzó hacia la puerta.
Gael la detuvo.
La sujetó del brazo con fuerza suficiente para marcarla, pero no para dejar moretones visibles. Siempre era cuidadoso. Siempre calculaba.
—No cruces esa puerta —ordenó.
—Suéltame.
—No.
Alma lo miró con rabia, con dolor, con todo lo que había callado durante años.
—Me estás perdiendo, Gael.
Por primera vez, algo se quebró en su expresión. No fue tristeza. Fue pánico.
—No —dijo, negando con la cabeza—. No me abandonas. Nadie me abandona.
Ella logró soltarse.
—No puedes obligarme a quedarme.
Gael rió, pero no había humor en su voz.
—Claro que puedo.
Alma sintió el terror treparle por la espalda.
—¿Me estás amenazando?
Él se acercó de nuevo, inclinándose hasta quedar a centímetros de su rostro.
—Te estoy advirtiendo —murmuró—. El mundo es cruel con las mujeres que se van solas. Especialmente con las que saben demasiado.
Las lágrimas quemaron los ojos de Alma, pero no cayó ninguna.
—Eso no es amor.
Gael la observó en silencio durante unos segundos eternos.
—No —admitió—. Es necesidad. Y la necesidad vuelve peligroso a cualquiera.
Ella abrió la puerta.
El aire nocturno la golpeó en el rostro. Dio un paso afuera, temblando, sintiendo que cada latido era una despedida.
—Alma —la llamó él.
No se detuvo.
—Si no eres mía… —continuó, con una voz tan fría que helaba— no serás de nadie.
Alma cerró los ojos un segundo. Luego siguió caminando.
No sabía que esa frase no era una amenaza vacía.
Era una promesa.
Y Gael Montenegro nunca rompía sus promesas.
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Editado: 15.12.2025