Alma no llegó muy lejos.
Caminó varias cuadras sin rumbo fijo, con la maleta golpeándole la pierna a cada paso, como si quisiera recordarle que estaba sola. La ciudad seguía viva a su alrededor: autos, risas lejanas, luces encendidas en apartamentos donde otras personas dormían tranquilas, sin saber que a ella se le había partido la vida hacía apenas minutos.
Se detuvo en una esquina y apoyó la espalda contra una pared fría. El cuerpo le temblaba. No sabía si era por el miedo, el cansancio o la certeza brutal de que había desafiado a un hombre que no sabía perder.
Sacó el teléfono del bolso. Ningún mensaje nuevo. Ninguna llamada.
Y eso, lejos de tranquilizarla, la inquietó aún más.
Gael no insistía cuando algo se le escapaba de las manos. Observaba. Esperaba. Planeaba.
Tomó un taxi y dio la dirección de un pequeño hotel al que había ido una vez por trabajo. No quería llamar a nadie. No quería explicar nada. Necesitaba silencio. Necesitaba desaparecer, aunque fuera por una noche.
Cuando cerró la puerta de la habitación, dejó caer la maleta al suelo y se deslizó hasta sentarse en la cama. El cuarto olía a detergente barato y a soledad. Era ajeno. Seguro. O eso quiso creer.
Se quitó los zapatos con torpeza y se quedó mirando el techo, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si así pudiera contener lo que sentía. Pensó en Gael. En su voz. En su mirada cuando ella cruzó la puerta.
Si no eres mía, no serás de nadie.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—No tiene poder sobre mí —susurró, aunque la frase sonó frágil incluso para ella.
Esa noche durmió a ratos, despertando sobresaltada ante cualquier ruido. Cada vez que cerraba los ojos, lo veía frente a ella, bloqueándole el paso, reclamándola como si fuera una cosa perdida.
Al amanecer, el cansancio pesaba más que el miedo.
Se levantó, se duchó con agua tibia y dejó que el vapor le nublara los pensamientos. Se miró en el espejo empañado y apenas se reconoció: los ojos hinchados, los labios pálidos, el cabello sin forma.
—Esto es real —se dijo—. Ya me fui.
Pero irse no era lo mismo que liberarse.
Horas después, cuando salió del hotel, el teléfono vibró en su mano.
Número desconocido.
El pulso se le aceleró antes incluso de leer el mensaje.
“Dormiste mal.”
Alma se detuvo en seco en la acera.
El mundo siguió moviéndose a su alrededor, pero ella se quedó quieta, sintiendo cómo el aire se le atoraba en el pecho. No respondió. Bloqueó el número. Caminó rápido, como si pudiera huir de unas palabras que ya se le habían incrustado en la piel.
Cinco minutos después, otro mensaje. Otro número.
“Te gusta fingir que eres fuerte.”
Las manos le temblaban. Marcó el número, impulsivamente. Sonó una vez. Dos.
—No vuelvas a escribirme —dijo apenas escuchó su respiración al otro lado—. No tienes derecho.
Gael no respondió de inmediato. Cuando habló, su voz era tranquila, peligrosa.
—Te fuiste sin nada —dijo—. Sin dinero suficiente, sin un plan. Siempre fuiste mala huyendo, Alma.
—¿Me estás siguiendo? —preguntó, con un hilo de voz.
—Te conozco —corrigió—. Eso es peor.
Ella colgó.
El corazón le latía con tanta fuerza que le dolía. Se sentó en una banca, respirando hondo, tratando de no desmoronarse en medio de la calle.
Por primera vez entendió algo con claridad aterradora: Gael no iba a arrastrarla de vuelta por la fuerza. No todavía. Iba a acercarse despacio, meterse en sus pensamientos, recordarle cada día que él seguía ahí.
Que no había escape fácil.
Esa tarde consiguió un pequeño apartamento temporal. Nada lujoso. Una habitación, una cocina mínima, una ventana que daba a un patio interior. Le pareció suficiente. Era suyo. Al menos eso.
Colocó la maleta abierta sobre la cama y empezó a guardar la ropa en el clóset. Cada prenda era un intento de normalidad. Cada movimiento, una mentira piadosa que se repetía para no romperse.
Cuando terminó, se sentó en el suelo, apoyando la espalda contra la cama.
Entonces sonó el timbre.
El sonido fue breve. Seco.
Alma se quedó inmóvil.
—No… —susurró.
El timbre volvió a sonar.
Se levantó despacio, con el corazón golpeándole las costillas. Caminó hasta la puerta y miró por la mirilla.
No era Gael.
Era un hombre alto, de expresión serena, con una carpeta bajo el brazo. Parecía… normal.
—¿Sí? —preguntó, sin abrir.
—Iván Cruz —respondió él—. Soy el dueño del apartamento. Venía a dejarle unos documentos que olvidé darle.
Alma dudó unos segundos antes de abrir. Iván le sonrió con amabilidad, sin insistir, sin invadir su espacio. Le explicó con calma cada papel, cada norma. No la miró como Gael solía mirarla. No la hizo sentir pequeña.
Y eso la desconcertó.
—Si necesita algo —dijo él antes de irse—, estaré cerca.
Cuando cerró la puerta, Alma apoyó la frente en la madera.
No sabía por qué, pero algo dentro de ella se tensó.
Porque mientras Iván se alejaba por el pasillo, el teléfono vibró una vez más.
“¿Te gustó el lugar?”
Alma dejó caer el celular.
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Editado: 15.12.2025