Eres Mía Aunque Me Ruegues Que No

Capitulo 3: todo se rompio

Alma no recogió el teléfono.

Se quedó de pie en medio del apartamento, con el eco del mensaje aún vibrándole en el pecho. El silencio era tan espeso que le zumbaban los oídos. Afuera, alguien cerró una puerta. En el patio interior cayó una gota de agua, quién sabe de dónde. Todo seguía igual… y sin embargo, nada lo estaba.

Se deslizó hasta sentarse en el borde de la cama. Se abrazó los brazos, frotándose la piel como si tuviera frío, aunque el aire estaba tibio. No lloró. El llanto era un lujo que ya no podía permitirse.

—No fue de golpe… —murmuró Alma con los labios secos, mirando un punto fijo en la pared—. Fue lento.

El mensaje de Gael había abierto algo que llevaba horas intentando mantener cerrado.

Un recuerdo.

Al principio, Gael no era así.

Lo recordó con claridad dolorosa: alto, atractivo, de tez clara; el cabello negro siempre ordenado, y esos ojos marrones naturalmente delineados que parecían observarlo todo. Una mirada intensa, segura, difícil de esquivar. En los primeros años, esa presencia la hacía sentirse protegida.

Lo recordó riendo con facilidad, escuchándola hablar durante horas sin mirar el teléfono, apoyado en el respaldo del sillón, atento.

—Me gusta que seas independiente —le decía Gael entonces—. No seas como las demás.

—¿Como cuáles? —preguntaba Alma, sonriendo.

—Como las que necesitan permiso para vivir —respondía él, y Alma creía que eso era amor.

El cambio no llegó de golpe. Llegó disfrazado de cuidado.

—Avísame cuando llegues —le decía Gael, apoyado en la puerta, con tono tranquilo.

—Está bien —respondía Alma sin pensarlo.

Luego vinieron las preguntas.

—¿Con quién estás? —preguntaba Gael, mirándola de reojo, como si ya conociera la respuesta.

—Con gente del trabajo —decía Alma, encogiéndose de hombros.

Después llegaron las opiniones que no parecían órdenes, pero lo eran.

—No me gusta ese vestido —decía Gael, recorriéndola con la mirada—. Te miran demasiado.

—Es solo ropa —respondía Alma, intentando sonar firme.

—No —corregía él con calma—. Es provocación.

Alma había aprendido a justificarse todo.

Es normal, pensaba.
Le importo.
No quiere que me pase nada.

Hasta que un día dejó de ponerse ese vestido.
Luego dejó de salir con ciertas amigas porque, según Gael, “no le daban buena espina”.
Después empezó a avisarle cada movimiento para evitar discusiones.

—Mándame una foto —le pedía Gael—. Solo para quedarme tranquilo.

Ella lo hacía.
Compartía su ubicación.
Explicaba horarios.
Se disculpaba por cosas que no había hecho.

Gael nunca gritaba al principio. No lo necesitaba.

Su arma era la calma.

Se acercaba despacio, con su cuerpo alto proyectando sombra, y hablaba bajo, obligándola a escucharlo.

—Yo solo quiero cuidarte —decía Gael con voz paciente—. El mundo no es amable contigo como yo.

—No necesito que me cuides así —respondió Alma una vez, apretando los dedos contra la tela del pantalón.

Gael ladeó la cabeza, herido.

—Pensé que confiabas en mí —dijo—. Después de todo lo que hago por ti.

Y cuando Alma intentaba sostener un límite, él se rompía primero.

—Si me amaras, no me harías sentir así —añadía Gael.

Así fue como Alma empezó a dudar de sí misma.

De sus decisiones.
De su memoria.
De su derecho a decir que no.

El punto de quiebre no fue una discusión violenta. Fue algo más pequeño. Más cruel.

Aquella noche, Alma llegó tarde del trabajo. Había tenido una reunión inesperada. No avisó. No porque quisiera ocultar algo, sino porque estaba cansada.

La sala estaba a oscuras.

Gael estaba sentado en el sillón. Alto. Inmóvil. Con los ojos marrones fijos en ella.

—¿Por qué tardaste? —preguntó Gael.

—Te lo explico —dijo Alma, dejando el bolso—. Surgió algo en la oficina.

Gael se levantó despacio. Sonrió. No con los labios, sino con los ojos.

—Llamé a tu trabajo —dijo Gael—. Nadie respondió.

El estómago de Alma se desplomó.

—¿Llamaste… a mi trabajo? —susurró ella, sintiendo cómo se le secaba la garganta.

—Claro —respondió Gael, acercándose—. Cuando alguien que es mía desaparece, me preocupo.

Ahí lo entendió.

—Esto no es amor… —pensó Alma, sintiendo el miedo subirle por la espalda—. Es posesión.

Esa noche, Gael no la tocó. No gritó. No la amenazó. Solo se acercó, le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y dijo, despacio:

—No me obligues a convertirme en alguien que no te va a gustar.

Fue entonces cuando Alma empezó a planear irse.

En silencio.
Guardando pequeñas cosas.
Observando.
Esperando.

Y aun así, cuando cruzó esa puerta horas atrás, sintió culpa.

Ahora, sentada en su nuevo apartamento, entendía por qué.

—Porque aún vive en mi cabeza —susurró Alma, cerrando los ojos.

El teléfono seguía en el suelo.

No lo levantó.

Se puso de pie y caminó hasta la ventana. El patio interior estaba casi vacío. Una bicicleta apoyada contra la pared. Una planta seca en una esquina. Nada especial. Nada amenazante.

—Esto es mío —se dijo Alma en voz baja.

Pero incluso mientras lo pensaba, supo que Gael ya había marcado ese espacio como territorio.

No con llaves.
No con golpes.

Con algo mucho peor.




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