Eres Mía Aunque Me Ruegues Que No

Capitulo 4: Solo quiero hablar.

Alma cerró la cortina con un movimiento brusco.

—No entres en mi cabeza —dijo en voz baja, como si Gael pudiera oírla desde cualquier rincón del mundo—. No hoy.

Se dejó caer contra la puerta y resbaló hasta quedar sentada en el suelo. El cuerpo le temblaba. No era miedo puro. Era algo más confuso: cansancio, rabia contenida, una tristeza espesa que llevaba años acumulándose sin permiso para salir.

Se pasó las manos por el rostro.

—Respira, Alma —se dijo a sí misma, con la voz quebrada—. Solo respira.

Inspiró. Contó hasta tres. Exhaló.

El teléfono seguía donde había caído, boca arriba. No vibraba. No sonaba. Y esa quietud era casi peor. Gael siempre sabía cuándo callar.

Se levantó con esfuerzo y fue hasta la cocina. Abrió la nevera: una botella de agua, pan, nada más. Tomó el vaso con manos torpes y bebió despacio. El agua le supo metálica. Todo le sabía raro desde que se había ido.

Entonces, el recuerdo volvió a atacarla sin aviso.

No el de la huida.

Otro.

Uno más íntimo.

Se vio sentada en el sofá de la antigua casa, con las piernas recogidas, mirando una serie que no le interesaba. Gael estaba a su lado, alto, impecable, con ese cuerpo que llenaba los espacios sin pedir permiso.

—¿Por qué ya no sonríes como antes? —preguntó Gael de pronto.

—Estoy cansada —respondió Alma—. Nada más.

Gael la miró largo rato. Sus ojos marrones, delineados, no mostraban preocupación. Mostraban cálculo.

—Te estás apagando —dijo—. Y eso no me gusta.

—No soy algo que tengas que gustarte todo el tiempo —respondió Alma, más cansada que valiente.

Gael apoyó el codo en el respaldo del sofá y se inclinó hacia ella.

—Eres mía —dijo con naturalidad—. Claro que me importa.

Ese fue otro momento clave.
Uno que Alma había querido olvidar.

Volvió al presente de golpe, con el corazón acelerado.

—No —susurró, apretando el borde del mesón—. No soy tuya.

El timbre del apartamento sonó de repente.

Alma dio un respingo.

—No… no… —murmuró, llevándose una mano al pecho.

El sonido fue corto. Único.

Se quedó inmóvil, escuchando su propia respiración, esperando que volviera a sonar.

No lo hizo.

Pasaron segundos eternos.

Se acercó a la puerta con pasos lentos, conteniendo el aire, y miró por la mirilla.

Nadie.

El pasillo estaba vacío.

—Tranquila —se dijo Alma—. No todo es él.

Regresó al centro del apartamento, pero algo dentro de ella ya se había roto un poco más. Esa sensación de alerta permanente. De no poder bajar la guardia ni siquiera a solas.

El teléfono vibró entonces.

Alma cerró los ojos antes de mirarlo.

No lo hagas, pensó.
No le des ese poder.

Aun así, lo levantó.

Mensaje nuevo.

Número desconocido.

“Te estás equivocando.”

El pecho le ardió.

—Déjame en paz —dijo Alma en voz alta, aunque estaba sola—. Ya basta.

Escribió una respuesta con los dedos temblando.

No vuelvas a contactarme.

Presionó enviar.

La respuesta llegó casi de inmediato.

“Siempre dices eso cuando tienes miedo.”

Alma sintió cómo algo se quebraba por dentro.

—No es miedo —dijo entre dientes—. Es hartazgo.

Bloqueó el número. Apagó el teléfono. Lo dejó dentro de un cajón y lo cerró con fuerza, como si así pudiera encerrar también a Gael.

Se sentó en la cama, con la espalda recta, mirando el espacio vacío frente a ella.

Por primera vez, no pensó en huir más lejos.

Pensó en resistir.

—No voy a volver —dijo Alma con firmeza, aunque las lágrimas finalmente le quemaron los ojos—. No importa cuánto lo intentes.

(------------------------)

El sonido volvió.

Esta vez no fue el timbre.

Fue la cerradura.

Un giro lento. Metálico.

Alma se incorporó de golpe en la cama.

—No… —susurró, llevándose una mano a la boca para no gritar.

El corazón le golpeaba tan fuerte que le dolía. Escuchó con atención, conteniendo la respiración. Otro movimiento en la puerta. Como si alguien probara la llave con paciencia.

Con certeza.

Alma se levantó descalza, caminando hacia atrás hasta chocar con la pared. Cada músculo de su cuerpo estaba en alerta.

—No puede ser… —dijo en voz baja, negando con la cabeza—. No sabe dónde estoy.

El picaporte se movió.

Una vez.

Dos.

Luego, un golpe suave con los nudillos.

No fue fuerte.
No fue violento.

Fue íntimo.

—Alma —dijo una voz al otro lado de la puerta.

Ella sintió que el aire se le iba de los pulmones.

Era Gael.

No había duda.

Esa voz grave, controlada, perfectamente tranquila incluso a medianoche. Se llevó una mano al pecho, intentando calmar el temblor.

—No abras —se dijo Alma con desesperación—. No abras.

Otro golpe, apenas más firme.

—Sé que estás ahí —continuó Gael con calma—. Respiras muy fuerte cuando tienes miedo.

Alma apretó los labios hasta hacerse daño.

—Vete —dijo ella al fin, con la voz rota pero audible—. No tienes derecho a estar aquí.

Hubo un breve silencio.

Luego, la risa baja de Gael, apenas un soplo.

—Siempre dramatizas —respondió él—. Solo quiero hablar.

—Son las tres de la mañana —dijo Alma, retrocediendo un paso—. Esto no es normal.

—Nada de esto es normal para ti —corrigió Gael—. Por eso estoy aquí.

El sonido de la llave volvió.

Esta vez con más presión.

Alma miró alrededor, desesperada. No había salida. La ventana daba al patio interior, demasiado alto. Su teléfono seguía apagado dentro del cajón.

—Gael, por favor… —dijo Alma, con lágrimas cayéndole por el rostro—. Vete.

—Mírame cuando me hables —respondió él, firme.

—No estoy obligada —replicó ella, apoyando la espalda contra la pared.

Gael suspiró al otro lado de la puerta, como si estuviera cansado.




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