«Es un simple ritual», se dijo Gustavo a sí mismo tratándose de convencer. Además era conveniente. La verdad era que no podía evitarlo, era como si una fuerza invisible lo jalara hacia el interior. No se debía al poderoso aroma a café recién hecho que emanaba del local, ni a los suculentos pasteles que se exhibían en la vitrina. Era ella.
Pero no entraba de inmediato, se tomaba unos cuantos segundos para observarla desde el ventanal. Sus movimientos delicados y la sonrisa fresca permanentemente dibujada en su rostro. No se cansaba de mirarla, Nina era la mujer más hermosa y dulce que había visto en su vida. Se trataba de la dueña de la cafetería que quedaba de camino hacia su nuevo trabajo, y por la que se aparecía todas las mañanas a la misma hora desde hacía tres semanas.
Suspiró discretamente, abrió y cerró con lentitud las manos, estaba listo para entrar. Empujó con fuerza la puerta y se introdujo con aparente decisión. Lo recibió un escándalo proveniente de la cocina, sin embargo, a ningún comensal parecía importarle porque seguían hechizados con las delicias a las que estaban hincándole el diente. Él mismo había experimentado esa reacción, así que sabía de lo que hablaba.
Se acercó nervioso al mostrador, la noche anterior se había decido por fin a invitarla a salir. Aunque si era honesto con él mismo, desde hacía una semana lo había estado decidiendo y por la mañana un ente extraño se apoderaba de él haciéndolo perder por completo el valor. Si lo pensaba, el coraje nada tenía que ver, era su lengua la que se negaba a formar frases entendibles. Tampoco el momento ideal se había presentado. Tartamudo o inseguro, nada le impediría invitarla. «¡Venga, tú puedes!»
Agradeció infinitamente que no hubiera alguien delante de él, esto auguraba buena señal. Nina lo miró a los ojos y le sonrió mientras se alisaba su prístino delantal. Tenía un poco de harina en su mejilla y llevaba su cabello recogido dejando al descubierto el pequeño lunar que decoraba su amplia frente. Le gustaba más que dejara suelto su cabello ondulado que le rozaba los hombros. De cualquier forma siempre se las ingeniaba para lucir preciosa.
—Hola Tavo, ¿qué te puedo ofrecer esta mañana? ¿lo de siempre? —le preguntó apurada.
Gustavo asintió con la cabeza junto con media sonrisa. No dejaba de sorprenderlo. Apenas se había convertido en un cliente regular y ella ya era capaz de recordar su orden. Los dioses le acababan de obsequiarlo con una segunda señal.
—¿Cómo va el negocio? —«¿Por qué pregunté eso?», se recriminó en cuanto salió de su boca. Entre todas las trivialidades tuvo que escoger el tema laboral. «Clásico de un adicto al trabajo.» Reconoció que era demasiado tarde para arrancarse la lengua.
—No me quejo, hay más días buenos que malos.
—Y... ¿Hoy es un día... —Se recargó en el mostrador airando una postura relajada. Estaba a años luz de conseguirlo; cuando se trataba de ella toda su seguridad y confianza en sí mismo se iban por el drenaje.
—Espectacular —continuó Nina, pero a decir verdad no supo a ciencia cierta si se trató de la respuesta a su pregunta o simplemente estaba de un humor resplandeciente—. Aunque es muy satisfactorio tener un negocio propio, tener que lidiar con empleados nuevos es la muerte. No te lo recomiendo en absoluto, es malo para tu salud.
Pese a las vibras extrañas que percibía por su comentario, esta era la conversación más larga y decente que habían sostenido. Tercera señal, esto iba de maravilla. «¡Hazlo ahora!», rugió con ferocidad en su cabeza.
—Nina... yo quería saber si... algún día te gustaría... —intentaba Gustavo decir todo de corrido. La chica lo miraba confundida, pero también como si pusiera todo de su parte para tratar de entenderlo. ¿O quizá terminar la frase?
Estaba a punto de lograrlo cuando dentro de la cocina se escuchó un derrumbe de trates. Después todo el local se sumergió en un incómodo silencio. Lo miró con gesto de disculpa y enseguida bajó los hombros y agachó su cabeza mostrando exasperación.
—Esto es de lo que hablo —se disculpo antes de comenzar a gritar improperios al aire y desaparecer tras la puerta que se quedó oscilando hacia adentro y hacia afuera.
Para su decepción, no la volvió a ver el resto de la mañana. Andrea, su ayudante y mesera oficial, terminó de atenderlo.
Cogió el plato con el simple croissant y su taza con café negro que ella dispuso para él. De pronto perdió el apetito. Suspiró desanimado.
De modo sorpresivo, la mesera se sentó frente a él con la confianza y familiaridad que a él tanta falta le hacía.
—Veo que tampoco pudiste hacerlo hoy —dijo de forma definitiva. Como si lo estuviera reprendiendo por su cobardía.
—¿Lo viste? —dijo tratando de ocultar su vergüenza. Ella había notado sus intenciones desde el primer intento.
—No hizo falta, tu cara larga lo dice todo.
—No se qué me pasa cuando estoy frente a ella. Todo en mí se paraliza y al final me siento como un imbécil.
—No seas tan duro contigo, Nina parece tener ese efecto. ¿Qué tal si para darte más confianza practicas conmigo? —sugirió entusiasmada—. Anda, invítame a salir.
—No es lo mismo.
—Vamos inténtalo. Uno nunca sabe. —Ella le sonrió y no pudo evitar sentirse contagiado por su ánimo.
—Esto es ridículo. —Ella frunció el ceño obligándolo a meterse en su papel. Se dio por vencido y cedió ante sus ojos brillantes—. Andrea, digo Nina, estaba pensando si a ti... emm... —Gustavo estalló en carcajadas.
—¿Me decías? —Ella apoyó su barbilla sobre sus manos juntas y enseguida aleteó sus largas pestañas de forma inocente.
—¿Cómo podría invitarte si utilizas todos tu encantos al mismo tiempo?
Andrea se rió junto con él. Cómo necesitaba las risas en ese momento.
Conversaron unos cuantos minutos más antes de que ella notara que alguien acababa de entrar.