Para el final de su jornada laboral, su ánimo había decaído dramáticamente. El ejercicio con seguridad le ayudaría a sacudir el malhumor que arrasaba con todos su sentidos.
Mario, su mejor amigo, ya lo estaba esperando en la cancha de squash que reservaban todos los jueves al salir del trabajo.
—Tú lo que necesitas con urgencia, es un acostón —dijo sin preámbulo de ninguna especie mientras sacudía su raqueta hacia los lados y revisaba las cuerdas.
«Típico de él: meterse en lo que no le incumbe.»
—Y tu conclusión se debe a...
—A tus huevos azules.
—¿Tú cómo sabes de qué color están? —lo cuestionó indignado. Mario jamás se medía con sus comentarios.
—Están azules por la falta de oxígeno y ese enfermizo color se ve reflejado en tu cara; sobra decir que también en tu mal genio. No le veo cuál es el problema de invitarla. —Cómo se había arrepentido de haberle contado acerca de Nina. Demasiado tarde—. Nunca antes habías tenido ese problema.
Gustavo bufó, odiaba ser evidenciado.
—Si lo supiera, no estarías jodiéndome con eso.
—¿Quieres que vaya yo y la invite en tu nombre?
—No seas pendejo.
—¿Tienes miedo a que te diga que no? —se burló—. Si lo hace, ¿qué importa? Te buscas otra y ya.
Mario lo dejó pensando. Acaso ¿esa era la razón? Tenía miedo al rechazo. Tenía otro buen punto, era momento de avanzar, pero no lo podía hacer a menos que se atreviera a invitarla a salir.
Esta decidido. Esa misma noche regresaría a la cafetería y la invitaría.
Estaría de sobra decir que destrozó a Mario en el partido de squash. Se lo tenía merecido el cabrón.