FORTALEZA VIOLADA
El teléfono yacía boca abajo en el suelo, su pantalla rota como un ojo de insecto, reflejo de la fragmentación de la realidad de Liam. Sus ojos, vidriosos por la falta de sueño, escanearon la calle oscura bajo su ventana. La desesperación se mezclaba con una furia fría. ¿Quién? ¿Cómo? ¿Desde dónde? La foto no era solo una amenaza; era una burla, una invasión absoluta de su última barrera de seguridad: su propia privacidad.
El resto de la noche se esfumó en un torbellino de actividad febril y estéril. Liam reforzó cada cerradura, selló las persianas, incluso pegó cinta adhesiva en las pequeñas ranuras de su ventana. Luego, se sumergió de nuevo en su universo digital, su zona de confort que ahora se sentía como un campo de batalla minado. Instaló nuevos cortafuegos, ejecutó análisis exhaustivos, revisó línea por línea sus registros de red, buscando la más mínima anomalía. Borró el correo electrónico de "confirmación de pedido", pero la sensación de que había sido un cebo, una distracción, persistía.
No encontró nada. Ni un solo paquete de datos intruso, ni una dirección IP sospechosa, ni un solo bit fuera de lugar en su red. El intruso había sido un fantasma, una sombra en la red que se desvanecía sin dejar huella. La frustración le quemaba la garganta. Su mente, una máquina lógica de resolución de problemas, estaba atrapada en un bucle infinito sin salida.
El sol asomó por el horizonte, tiñendo el cielo de un naranja enfermizo. Liam no había dormido. Su notable físico, antes fuente de orgullo, ahora se sentía como una jaula. El agotamiento lo abrumaba, pero la adrenalina lo mantenía despierto, hiperalerta.
LOS SUSURROS DIGITALES
La universidad, el día siguiente, se sentía diferente. Las risas de sus compañeros, el parloteo en los pasillos, todo sonaba amplificado, chirriante. Cada mirada, cada murmullo, le parecía dirigido. La paranoia era un zumbido constante en sus oídos.
En el descanso de la mañana, mientras tomaba un café con Sara y Marco, Liam intentó actuar con normalidad. Hablar de la clase, del próximo examen. Pero su mente estaba en otra parte.
–¿Estás bien, tío? Pareces haber visto un fantasma– comentó Marco, notando sus ojos hundidos.
Liam forzó una sonrisa. –Noche larga. Proyecto de IA.–
Sara, más perceptiva, entrecerró los ojos. –Estás pálido, Liam. ¿Necesitas un descanso?–
De repente, el teléfono de Sara vibró. Ella lo miró, y luego se detuvo. Su expresión cambió de curiosidad a confusión, y luego a un atisbo de preocupación.
–¿Qué pasa?– preguntó Marco.
Sara le mostró la pantalla a Liam. Era un mensaje de texto. De un número desconocido. No tenía texto, solo una imagen. Una foto recortada de Liam. Una imagen reciente, quizás de esa misma mañana, en el campus. Borrosa, casi como un *screenshot* de una cámara de seguridad. Y sobreimpresa en la imagen, en la misma tipografía fría y blanca:
`ERES PERFECTO.`
Liam sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. No solo había invadido su espacio, ahora estaba extendiendo la infección. Sabía que no estaba en el móvil de Sara. Sara, que siempre fue tan cautelosa con la tecnología.
–¿Quién te ha enviado esto?– , preguntó Liam, su voz apenas un susurro.
Sara frunció el ceño. –No lo sé. Un número aleatorio. Lo voy a borrar.–
Pero Liam la detuvo. –Espera. No lo borres. Reenvíamelo.–
LA LEY DEL GATO Y EL RATÓN
De vuelta en su apartamento, Liam se aisló. Bloqueó a sus amigos en sus redes sociales, desconfiado de la posibilidad de que el acosador pudiera usar sus cuentas para rastrearlo. Comenzó a analizar la foto enviada a Sara. La metadata, el patrón de pixelado, cualquier cosa que pudiera delatar al origen.
Nada. La foto había sido limpiada, los datos EXIF eliminados. Era como si hubiera sido generada por un algoritmo. O alguien con un conocimiento de ciberseguridad a su mismo nivel, o incluso superior. El pensamiento le envió escalofríos por la espalda.
Horas se convirtieron en un laberinto de líneas de código y frustración. La cara del acosador no se revelaba, pero su presencia se hacía más palpable.
Mientras revisaba sus cuentas bancarias online, una pequeña ventana emergente apareció en la esquina de la pantalla. Un anuncio. Un anuncio de una tienda de ropa deportiva. Mostraba un modelo de zapatillas para correr. El mismo modelo exacto que Liam había usado esa mañana en su carrera. Las que ahora estaban secándose junto a la ventana.
Liam sintió un puñetazo en el estómago. Eso no era una coincidencia. Su navegador siempre estaba en modo incógnito. Sus hábitos de compra eran privados. El acosador no solo lo vigilaba; *lo predecía*.
Cerró la ventana de golpe, su mente en un frenesí. Si podía ver sus zapatillas, ¿qué más veía? ¿Su cara dormida en la almohada? ¿La intimidad de su vida?
EL ECO EN EL VACÍO
Esa noche, Liam decidió no ir a la cama. Se sentó en la oscuridad de su salón, mirando la pantalla en blanco de su PC. Estaba esperando. Sabía que el acosador volvería.
Y volvió.
No en su PC, no en su teléfono. Esta vez, fue diferente.
El timbre de su apartamento sonó. Una vez. Dos veces.
Liam se levantó de golpe, la sangre latiéndole en las sienes. Era medianoche. Nadie lo visitaría a esa hora.
Se acercó a la puerta, el corazón golpeando como un tambor de guerra. Miró por la mirilla. El pasillo estaba oscuro y vacío. No había nadie.
Respiró hondo, intentando calmar su pulso. La paranoia, pensó. Es solo la paranoia.
Entonces, lo escuchó. Un sonido. Débil, casi inaudible. Un murmullo. Venía del exterior de su puerta.
Se pegó a la madera, conteniendo la respiración. Era una voz. Distorsionada, robótica, como si viniera de un dispositivo de cambio de voz o hubiera sido digitalizada.
Y la voz susurraba. Repetía la misma frase, una y otra vez, un eco lúgubre en el pasillo vacío.
Editado: 03.09.2025