Elena
Estos últimos días han sido de todo menos tranquilos. Desde que regresamos de Londres, mi madre ha estado aquí, y, como siempre, yo termino siendo la culpable de todo. Se molestó conmigo porque Fabio viajó a buscarme, como si yo lo hubiera obligado.
Lo más irónico fue cuando le dije que me iría de casa, que buscaría un departamento. Su reacción me desconcertó. Me dijo que no podía hacerlo, que esta era mi casa. Fabio, por otro lado, decidió que también se iría conmigo, lo que desató aún más su enojo. Lleva una semana sin hablarle.
Mi mente es un torbellino de emociones. Las cosas con Nicolás parecen ir bien, pero algo en mí ha cambiado. Ya no siento lo mismo, aunque mi parte racional insiste en que solo son ideas mías, que sigo amándolo. Pero la verdad es que últimamente Alex ocupa demasiado mis pensamientos.
Y hoy, precisamente, es uno de esos días que menos me gustan: un año más desde la muerte de mi hermano.
A veces me pregunto cómo habría sido. ¿Sería tan insoportable como Fabio? ¿A quién se habría parecido más, a él o a mí?
Bajo las escaleras de la casa y noto que todo está en silencio. Salgo al jardín y mi mirada se dirige a la piscina. El lugar donde murió.
Me arrodillo junto al agua y la toco suavemente con la yema de los dedos, dejando que el frío líquido se deslice entre ellos. No puedo evitar imaginar cómo habría sido todo si ese día hubiera sido diferente. Si nada de eso hubiera pasado, estaríamos los tres juntos. Pero la realidad es otra.
—Siempre te distraes fácilmente.
La voz grave y firme de Alex me saca de mis pensamientos.
Me giro sobresaltada.
—Me asustaste.
Él se acerca con su porte tranquilo y su mirada afilada.
—No era mi intención. ¿Qué haces ahí, agachada?
—Pensando… —mi voz sale más baja de lo esperado.
Él observa la piscina por un momento y luego vuelve a mirarme.
—Si buscas a Fabio, está en su habitación —añado rápidamente, intentando desviar la conversación.
Alex no responde de inmediato. En lugar de eso, me observa en silencio, como si pudiera ver a través de mí. Y por primera vez, no sé si quiero que lo haga.
Me pongo de pie lentamente, sacudiendo las manos para secar las gotas de agua que quedaron en mis dedos. Alex sigue observándome, pero no dice nada. Hay algo en su mirada que me inquieta, como si estuviera analizando cada uno de mis movimientos.
Antes de que pueda decir algo más, una de las muchachas del servicio se acerca con paso apresurado.
—Señorita Elena —dice con una sonrisa amable—, acaba de llegar un ramo de flores para usted.
Frunzo el ceño.
—¿Flores?
—Sí, son amarillas. Muy hermosas.
Mi pecho se llena de una extraña sensación. No es la primera vez que recibo flores, pero justo hoy…
Alex levanta una ceja, cruzándose de brazos con expresión indescifrable.
—¿De quién son? —pregunta, con un tono que no sé si es curiosidad o algo más.
La muchacha sacude la cabeza.
—No traían tarjeta, solo su nombre en la entrega.
Camino hacia la entrada de la casa, con Alex siguiéndome en silencio. Al llegar, veo el enorme ramo de rosas amarillas sobre la mesa. Son vibrantes, perfectas, como si cada pétalo hubiera sido escogido con cuidado.
Las observo por un instante, sintiendo un nudo en la garganta.
—¿Sabes quién las envió? —pregunta Alex, su voz más grave.
Tomo una de las rosas entre mis dedos y susurro, casi para mí misma:
—Mi hermano solía decir que las flores amarillas son símbolo de felicidad.
El silencio que sigue es pesado, pero no incómodo.
Entonces, lo sé.
No importa quién las envió. Lo importante es lo que significan para mí.
Sigo observando las flores cuando mi celular vibra en mi bolsillo. Lo saco y veo el nombre de mi padre en la pantalla.
—Es mi papá —digo en voz baja, más para mí misma que para Alex, antes de deslizar el dedo para contestar.
—Hola, papá.
Su rostro aparece en la pantalla, con su expresión serena de siempre, pero con un brillo especial en los ojos.
—Hola, princesa. ¿Recibiste las flores?
Me quedo en silencio por un momento y luego miro el ramo frente a mí.
—¿Fueron tuyas?
—Por supuesto —responde con una leve sonrisa—. Sé que hoy no es un día fácil para ti, y quería recordarte que, aunque las cosas cambien, hay algo que siempre permanecerá: tu hermano sigue contigo, en cada recuerdo, en cada risa, en cada parte de tu vida.
Un nudo se forma en mi garganta, pero respiro hondo para contener la emoción.
—Gracias, papá. Son hermosas.
—Sabía que te gustarían. —Hace una pausa y me observa con detenimiento—. ¿Cómo estás?