Alex
No sé qué fue. Si fue su beso. Su voz. O tal vez su mirada, esa que siempre pareció atravesarme como un rayo silencioso.
Pero cuando sus labios se separaron de los míos, algo explotó dentro de mí.
Fue como si el cuerpo no pudiera sostener más el peso de lo que la mente intentaba ocultar.
Y entonces… todo volvió.
Vi su risa en la cocina mientras bailábamos descalzos.
La primera vez que discutimos y se fue llorando, dejándome con el alma hecha pedazos.
Su cara de sorpresa cuando le regalé la gatita blanca.
La noche que me susurró “te amo” sin esperar que yo respondiera.
Los celos absurdos que sentí al verla hablar con aquel fotógrafo.
La vez que dormimos en el auto viendo la tormenta.
Su voz gritando mi nombre cuando creía que podía perderme.
Sus lágrimas, su coraje, su ternura…
Todo.
Me quedé en silencio.
Mi corazón golpeaba tan fuerte que dolía. Me llevé la mano a la cabeza como si pudiera contener la avalancha que se soltaba adentro.
Elena me miró alarmada, y su preocupación me desgarró por dentro.
—¿Alex? ¿Qué pasa?
No podía dejarla seguir temiendo. No después de todo lo que había hecho por mí.
Le sonreí. La más sincera que he dado en semanas. Tal vez en años.
—Estoy bien —dije, con la voz quebrada por la emoción—. Elena… ya recuerdo todo.
Sus ojos se abrieron, como si no pudiera creerlo.
—¿Todo?
Asentí.
—Cada maldito segundo. Cada cosa que me dijiste. Tus besos. Tus enojos. Tus “no me mires así” cuando intentabas hacerte la dura. Recuerdo la noche en la terraza, el hotel, la sorpresa con los drones, tus fotos… tu sonrisa cuando me dijiste que sí. —Tomé su rostro entre mis manos—. Recuerdo cuánto te amo.
Ella rompió en lágrimas sin poder evitarlo, y yo la atraje a mi pecho, abrazándola como si en ello me fuera la vida. Tal vez así era.
—No quiero volver a perder esto —le susurré—. No otra vez. No después de haber sentido el vacío de no reconocerte.
—Nunca te fuiste —dijo entre sollozos—. Solo necesitabas volver a ti.
La apreté más fuerte. Sentía que mi alma, mi corazón, mi historia… todo había encontrado su lugar otra vez. Con ella.
Me separé lo justo para mirarla.
—Quiero que volvamos a casa —le dije—. A nuestra casa. Quiero que llenemos las paredes de fotos. Que compremos más libros, más plantas… más recuerdos. Quiero despertar contigo cada mañana sin temor a olvidar lo que siento por ti.
Elena asintió, sin poder hablar. Solo me abrazó.
Y yo cerré los ojos un momento.
Porque sí, era cierto.
La memoria había vuelto.
Pero el amor…
El amor nunca se fue.
La abrazaba aún cuando el viento comenzó a soplar con más fuerza, anunciando el cambio de hora, o quizás el inicio de algo nuevo. Elena seguía entre mis brazos, y aunque ya no lloraba, tenía la respiración entrecortada, como si aún no pudiera creerlo del todo.
Yo sí lo creía.
Porque nunca en mi vida había sentido tanta claridad.
—Volvamos a casa —le repetí con suavidad, acariciándole el cabello—. Quiero empezar otra vez… contigo, pero sin borrar nada. Esta vez, lo vamos a escribir todo de nuevo… sabiendo cuánto valemos.
Ella asintió, con los ojos aún brillosos.
—Sí… vámonos.
Tomamos el camino de regreso a la posada sin soltarnos. Su mano en la mía encajaba como si estuviera diseñada para estar ahí, y quizás lo estaba. No hablamos mucho, pero tampoco hizo falta. A veces, el silencio entre dos personas que se aman es más elocuente que cualquier promesa.
Empacamos las cosas con rapidez. Elena recogió sus cámaras, su cuaderno de bocetos, su ropa. Yo solo observaba. No porque no supiera qué hacer, sino porque verla moverse en su mundo me fascinaba. Incluso en los detalles más simples, como doblar una blusa o buscar la tapa de un estuche, tenía esa forma de estar que hacía que todo a su alrededor cobrara sentido.
—¿Lista? —le pregunté cuando cerró el último cierre.
—Sí —respondió, mirándome con una sonrisa leve—. Aunque no pensé que este viaje terminaría así.
—¿Así cómo?
Se acercó y me abrazó por la cintura, apoyando su frente en mi pecho.
—Con el amor de mi vida volviendo a mí.
La envolví en mis brazos con una ternura que ahora sabía bien cómo entregar. Y le besé la cabeza, como si esa fuera la forma más pura de decirle que no volvería a alejarme.
El camino de vuelta fue tranquilo. Conducíamos por la carretera costera, y el mar seguía ahí, acompañándonos como un viejo testigo de nuestra historia. Elena iba mirando por la ventana, su mano entrelazada con la mía sobre la consola del auto.
En un momento, giró el rostro hacia mí.