Eres Tu Y Siempre Seras Tu

Capitulo 24

Alex

Dos semanas después
No sé exactamente cuándo empezó a sentirse real. Tal vez fue después del tercer día consecutivo en que me desperté más cansado de lo que me acosté.

O cuando, en plena reunión con inversores, de repente sentí un impulso incontrolable de comer mango con sal… y luego, minutos después, una necesidad absurda de un pedazo de pastel de zanahoria.

Y no. No teníamos ni mango. Ni pastel. Y por supuesto, yo odio el pastel de zanahoria.

Pero ahí estaba, sentado en mi oficina con los pies en el escritorio, mientras Elena me traía una bolsa de papitas sabor limón —porque aparentemente, ahora mi cuerpo amaba lo salado, lo ácido… y lo extraño.

—Gracias —le dije mientras las tomaba, intentando no parecer tan desesperado.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó, como lo hacía todos los días desde que el cansancio y los antojos raros se instalaron en mi vida como un huésped indeseado.

—Estoy bien —respondí automáticamente, aunque ni yo me lo creía ya.

No se trataba solo de los antojos. También estaba la fatiga. El malhumor inexplicable. Y la sensibilidad a los olores, que últimamente parecía sacarme de quicio con el más mínimo aroma fuerte. Ayer casi vomito por el perfume de la recepcionista.

Y eso no es todo.

Me he sorprendido llorando con un anuncio de pañales.
Pañales.

—Quizá deberías hacerte unos exámenes —me dijo Fabio hace unos días—. No es normal que estés tan… emocional.

Yo me reí. Le dije que eran cosas del estrés. Pero mientras estaba solo en mi oficina, no pude dejar de pensar en ello. En el helado. En las fresas. En el sueño. En cómo, desde hace semanas, mi cuerpo se siente otro.

Y lo peor es que no me duele nada. Solo me siento… extraño.

Desconectado.

Hoy, por ejemplo, me desperté con ganas de comer aceitunas con pan de ajo. A las siete de la mañana.

Elena lo tomó con humor, como siempre. Me preparó tostadas y me dijo que quizá estaba sobrecargado. Que debería descansar más. Pero ni siquiera dormir ayuda. Me levanto igual de cansado, como si hubiera corrido un maratón en sueños.

Ella no lo dice, pero me mira diferente. Como si algo en ella también empezara a sospechar que esto es más que estrés. Que no se trata solo de un bajón físico.
Y quizá… tiene razón.

Me quedé en el sillón de mi oficina, mirando el techo, con el estómago revuelto sin razón. Tenía los dedos cruzados sobre el vientre, como si inconscientemente intentara calmar algo que ni yo entiendo.

Y por primera vez, me pregunté en serio:

¿Qué demonios me está pasando?

Estaba recostado en el sillón, con los ojos cerrados y las luces apagadas. Solo la luz del atardecer se colaba por la ventana, tiñendo la oficina de un tono naranja cálido que normalmente me relajaría.
Pero no hoy.

Hoy solo me sentía… vacío.

Escuché la puerta abrirse con suavidad, como si quien entrara supiera que necesitaba silencio más que palabras.

La reconocí de inmediato.

El paso liviano. El aroma suave a vainilla y jazmín.
Elena.

No abrí los ojos. Solo esperé. Y ella llegó, como siempre lo hace, sin hacer ruido, sin pedir permiso… pero con la paz de quien sabe que es bienvenida.
Se agachó frente a mí, y entonces sí abrí los ojos.

Ahí estaba ella, con su blusa blanca arrugada por el día, un mechón rebelde cayéndole sobre el rostro y esa mirada que siempre parece leerme más allá de lo visible.

No dije nada.

Solo me incliné hacia ella y la besé.
Lento.

Porque con Elena, incluso los besos tienen ritmo. El nuestro.

Sus labios se movieron contra los míos con suavidad, como si también necesitara ese ancla. Ese espacio donde solo existimos ella y yo.

Cuando me separé, aún con la frente pegada a la suya, ella susurró:

—¿Quieres irte ya?

Asentí sin pensarlo.

—Sí. Contigo.

Ella esbozó una media sonrisa, pero sus ojos se veían algo apagados.

—Yo también quiero irme… —dijo bajito—. Pero estoy cansada, Alex.

Apoyé mis manos en sus mejillas y la obligué a mirarme bien.

—Lo sé, amor. Yo también lo estoy —admití por fin, en voz alta, sin más excusas.

Nos quedamos ahí, en silencio. Sin necesidad de explicarnos.
Porque a veces el cansancio no es físico.
A veces es emocional.

A veces es el cuerpo gritando que algo no está bien, incluso si no sabemos qué es.

—Vamos —le dije finalmente, tomando su mano con firmeza—. A casa. A dormir. A no pensar por una noche. Solo tú, yo… y el mundo afuera.
Ella asintió.

Y en ese simple gesto… supe que no importaba cuán extraños fueran mis antojos, mis náuseas o esta sensación que no me suelta.




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