Elena
La luz del amanecer se filtraba suavemente entre las cortinas blancas, tiñendo la habitación de tonos dorados y cálidos. Abrí los ojos lentamente, sin moverme, solo dejándome envolver por el calor de sus brazos. Estaba ahí, dormido, con su respiración acompasada y su brazo rodeando mi cintura como si incluso en sueños supiera que necesitaba sentirme segura.
Me acomodé un poco más en su pecho, sintiendo su corazón latiendo cerca del mío. No quería moverme, no todavía. Porque esa quietud… esa paz… era una de las cosas más preciosas que tenía.
Y entonces, como si mi cuerpo y mi mente despertaran al mismo tiempo, me golpeó la realidad.
Voy a ser madre.
La frase retumbó en mi interior como un eco profundo, suave pero poderoso. Cerré los ojos un momento, dejando que esa certeza me llenara. Había miedo, claro que sí… pero también una emoción indescriptible. Una ternura que me nacía desde lo más profundo.
Hoy… hoy lo veremos.
Sonreí sin poder evitarlo. La primera ecografía. Nuestro primer vistazo a ese pequeño ser que ya estaba cambiando todo. Que ya era parte de nosotros.
Me pregunté a quién se parecería. ¿Tendría los ojos intensos de Alex? ¿Mi sonrisa? ¿Sería tranquilo como él o testarudo como yo?
Sentí su respiración cambiar ligeramente y alcé la vista. Sus párpados se movieron un poco antes de abrirse y su mirada, aún somnolienta, se posó en la mía. Sonrió.
—Buenos días, mamá —susurró con voz rasposa, como si hubiera leído mis pensamientos.
Me reí en voz baja, escondiendo la cara en su cuello.
—Buenos días, papá.
Nos quedamos así unos minutos, en silencio. Solo nosotros y ese secreto que ya no era solo un sueño, sino una nueva vida creciendo en mi interior.
Hoy lo veríamos.
Hoy conoceríamos al amor más pequeño… y más inmenso que jamás imaginaríamos.
Su sonrisa fue lo primero que sentí, cálida como el sol que comenzaba a colarse por la ventana. Sus manos se deslizaron hasta mi cintura, y sin dejar de mirarme, me atrajo hacia él con suavidad, colocándome sobre su cuerpo, como si ahí fuera mi lugar natural… y lo era.
Me sostuvo firme pero delicadamente, sus dedos acariciando mi espalda desnuda bajo la sábana. Luego, se incorporó levemente y sus labios encontraron los míos en un beso lento, profundo, cargado de una dulzura que me estremeció.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, susurrando contra mis labios, mientras con una mano acariciaba mi mejilla.
Suspiré, apoyando la frente en la suya. Tenía tantas emociones dentro que me costaba ponerlas en palabras.
—Extraña —admití, con una sonrisa leve—. Asustada… pero también feliz. Nunca pensé que el miedo y la felicidad pudieran coexistir tan fuerte dentro de mí.
Él me sostuvo con más fuerza, como si quisiera calmar cada duda con la seguridad de su abrazo.
—Vamos a estar bien —me dijo, besando mi cuello con esa ternura que siempre me desarma—. Lo estás haciendo bien, Elena. Ya eres una madre increíble… porque ya amas con todo lo que eres.
Sentí un nudo en la garganta, uno de esos que no duelen… pero que nacen del amor más puro.
—¿Y tú? —le pregunté, bajando la voz—. ¿Cómo te sientes tú?
Sonrió y apoyó la cabeza en mi pecho, justo donde latía mi corazón.
—Como si el mundo tuviera un nuevo propósito —dijo en voz baja—. Como si te amara aún más, aunque pensé que ya lo hacía con todo lo que tenía.
Cerré los ojos, aferrándome a ese instante perfecto. Porque en sus brazos, con sus palabras, con nuestro hijo creciendo dentro de mí… el mundo tenía sentido.
Me acomodé aún más sobre su pecho, dejando que mi dedo dibujara círculos perezosos sobre su piel mientras escuchaba su respiración pausada. Pensé que se había quedado en silencio, perdido en el momento… hasta que su voz, suave y segura, rompió el silencio matutino.
—¿Sabes? —dijo, jugando con un mechón de mi cabello—. Hoy te diré otras veinte razones por las que te amo. Porque no importa cuántas te haya dicho antes… cada día descubro nuevas.
Lo miré, divertida y conmovida.
—¿Vas a seguir con esa lista interminable?
Él asintió con una sonrisa ladeada.
—Y no pienso detenerme jamás.
Se aclaró la garganta, como si fuera a leer una poesía escrita en su alma.
—Uno… porque ronroneas cuando duermes sobre mi pecho.
Dos… porque incluso con miedo, sigues avanzando.
Tres… porque tus ojos son un mapa donde siempre quiero perderme.
Cuatro… porque cada vez que me besas siento que vuelvo a casa.
Cinco… porque me haces querer ser un hombre mejor.
Seis… porque me haces reír incluso cuando no quiero.
Siete… porque tu voz es mi calma en los días de tormenta.
Ocho… porque logras que lo simple se vuelva extraordinario.
Nueve… porque tu fuerza me inspira.
Diez… porque tu ternura me desarma.
Me mordí el labio, sintiendo las lágrimas hormiguear en mis ojos. Pero él no se detuvo.