Elena
Jamás imaginé ver a mi madre frente a mi puerta… y mucho menos en el estado en el que se encontraba. Ojerosa, con el rostro pálido, los hombros caídos. Había perdido ese porte altivo que siempre usaba como escudo. Por un segundo, parecía una versión casi rota de quien fue.
Y que me pidiera hablar…
"—Cinco minutos nada más" —le dije, no porque confiara en sus palabras, sino porque… algo dentro de mí necesitaba cerrar esa puerta de una vez. O al menos mirarla de frente sin miedo.
Entramos al departamento en silencio. Mía, mi pequeña gata blanca, maulló al vernos y corrió hacia nosotros con su paso elegante.
Alex se agachó enseguida, la cargó entre sus brazos con ternura y me lanzó una mirada silenciosa antes de caminar hacia la cocina con ella. Me estaba dando espacio. Y también manteniéndose cerca, como siempre lo hacía. Sin palabras, pero con una lealtad que dolía de lo hermosa que era.
Me quedé de pie en la sala, sin sentarme. No iba a hacerla sentir cómoda. Si había venido a hablar, que lo hiciera.
Mi madre permanecía junto a la puerta, sin moverse. Parecía más nerviosa que nunca.
Silencio.
Yo no iba a romperlo. No esta vez.
La miré. Esperé.
Y cuando ya pensaba que iba a darse la vuelta y marcharse sin decir nada, respiró hondo… y habló.
—No tienes idea de lo difícil que fue venir aquí —dijo en voz baja—. Pero estoy… cansada, Elena. Cansada de fingir que nada me afecta. Y cansada de cargar algo que hace tiempo debí soltar.
Sus palabras eran suaves. Diferentes. No reconocía esa voz frágil en ella.
—Entonces habla —le dije, sin dureza… pero sin suavidad tampoco—. Tienes cuatro minutos.
Por un instante, creí que se quedaría allí, de pie, a una distancia segura como siempre. Pero entonces, su cuerpo se movió… despacio, con torpeza, con algo que jamás imaginé ver en ella.
Mi madre dio unos pasos hacia mí. La miré sin moverme, tensa, sintiendo que el corazón se me apretaba en el pecho. Y entonces, sin aviso, lo hizo.
Se arrodilló frente a mí.
Su madre.
La mujer que durante toda mi vida me había hecho sentir pequeña. Fría. Indigna. Que me negó el amor que necesitaba cuando más lo anhelaba. Esa misma mujer ahora estaba de rodillas… frente a mí.
—Lo siento —susurró, con la voz rota—. Lo siento por todo, Elena.
Mi garganta se cerró. No supe cómo reaccionar. El pasado golpeó con fuerza… y sin embargo, ahí estaba ella. Vulnerable. Desnuda de orgullo.
—Te fallé como madre —continuó, sin alzar la vista—. Te hice sentir sola, no te defendí, no te cuidé. No fui la madre que necesitabas, ni la que merecías. Y lo peor… es que lo supe todo el tiempo, pero estaba demasiado rota para aceptarlo.
Sus manos temblaban. No intentaba tocarme. Solo… se quedaba ahí, entregando las palabras que durante años me negó.
—Sé que no tengo derecho a pedirlo —dijo—, pero vengo a hacerlo de todos modos. Elena… perdóname. Por haberte hecho creer que no eras suficiente. Por haberte culpado. Por haberte odiado cuando en realidad te envidiaba por tu fuerza… y por tu corazón.
Mi visión se nubló. Las lágrimas estaban al borde, pero no por tristeza… sino por la inmensidad del momento. Jamás imaginé verla así.
—Estoy embarazada —dije con voz baja, quebrada.
Ella asintió, aún sin mirarme.
—Lo sé. Y por eso estoy aquí. No quiero que mi nieto crezca sin saber que su madre fue valiente… que fue más grande que todo el dolor que le dejaron. Que no repitió la historia… que la rompió.
Me temblaron las piernas.
Y, por primera vez en mi vida, bajé la mirada hacia ella… no con miedo. No con rencor. Sino con compasión.
—Levántate, mamá —dije con suavidad—. Porque aunque me costó años… ya te perdoné.
Sus ojos se alzaron lentamente hacia los míos. Y en ese instante, por primera vez… vi a mi madre llorar.
Ella me miró con los ojos desbordados de lágrimas, y por un segundo, dudó… hasta que finalmente se acercó un poco más y me rodeó con los brazos. Fue un abrazo tembloroso, torpe… pero verdadero.
Yo no supe cómo corresponderle al principio. Mis brazos se quedaron a medio camino, como si aún no supieran si confiar. Pero luego… los levanté. La abracé. No por la madre que fue… sino por la mujer que, por fin, se atrevía a pedir perdón.
Y en ese instante, escuchamos pasos suaves acercarse desde el pasillo.
Alex apareció en la sala. Se detuvo al vernos, su expresión sorprendida y serena a la vez. Sostuvo la mirada en mí, como si preguntara si todo estaba bien. Le respondí con una leve inclinación de cabeza. Sí… estaba bien.
Mi madre se separó lentamente de mí, se secó las lágrimas y miró a Alex.
—Gracias por darle a mi hija el amor que yo no supe darle —le dijo con la voz aún temblorosa—. Cuídala, por favor… protégela. No solo ahora que lleva una vida dentro de ella, sino cada día, cada instante. Como yo debí haberlo hecho desde siempre.