Padmé
Había pasado suficiente tiempo con chicos para saber cuándo estaban siendo unos patanes, y frente a mí estaba Carlos, con su inquietante movimiento de manos por la ansiedad que le causaba la conversación con Marcus, pero aun así no se movía ni lo frenaba.
Una sola palabra lo definía: masoquista.
La charla sobre la imposibilidad de vencer a Aether Racing ya me estaba mareando, y por mi propia salud mental y la de ellos salí hacia el balcón. El frío viento tocó mi rostro, intenso como la noche en Imola.
Menos de un año atrás había terminado la universidad y comprendí que lo mío no era la economía. Después de cuatro años entendí que siempre amaría las carreras. Desde mis 18 años estuve involucrada en ese mundo; a los 20 pude comenzar a correr, mezclando estudios y competición. Mi padre jamás se opuso, siempre me apoyó, y por eso estaba ahora a horas de la carrera en Imola, Italia, de Aether Racing Team contra Nova Vela Grand Prix.
—Mosquita.
—Noa Castañeda, deberías estar durmiendo y no aquí esperando que yo lo haga.
—Sabes que si no te cuido, tu padre será uno de los primeros en buscar mi cabeza.
Le sonreí ampliamente antes de entrar con ella y caminar cada una a su respectiva habitación.
Dormí mal. O quizás no dormí en absoluto.
Mi mente no me dejaba en paz, empeñada en jugar todas las escenas que creí enterradas. Siempre fui consciente de su existencia: aquel chico que se veía en revistas, portadas y posts de Instagram. Eros con su risa desordenada. Aquel Eros con libros en mano, diciéndome que algún día estaríamos en la cima. Eros besándome en el andén del tren antes de irse a competir por primera vez en la F1.
Pero la vida no se detuvo. Él fue por un camino y yo por otro. Nos perdimos con la elegancia de quienes no se hacen promesas rotas.
Hasta hoy.
—Padmé —la voz de Noa sonó a través de la puerta, arrastrada por el sueño—. Desayuno en veinte. Ponte algo que grite "profesional", pero no tanto como para asustar al equipo.
Sonreí sin responder. Me até el cabello y miré mi pálido rostro por unos instantes.
Cuando bajé, el paddock ya hervía de movimiento. Mecánicos, ingenieros, cámaras. Todo en su lugar, como si la tensión del circuito no se notara en los gestos de nadie.
Pero yo la sentí.
Fue apenas un segundo. Un instante que me obligó a girar.
Él estaba ahí.
A unos metros, Eros Salvatore se quitaba el casco después de una prueba. El mismo cabello negro desordenado. El mismo porte. Sus ojos —pardos, profundos, en guerra consigo mismos— no me vieron. Pero no importaba.
Yo sí lo vi.
Y de golpe, todo se volvió real.
Me giré de inmediato, como si no verlo pudiera evitar lo inevitable. Pero era tarde. Ya lo había sentido. Esa presencia que se clava en la piel, incluso antes de que el cerebro logre ponerle nombre. Su cuerpo era distinto, más firme, marcado por la disciplina de un deporte que exige tanto del alma como del cuerpo. Pero sus ojos seguían siendo los mismos. Incluso a la distancia en la que me encontraba.
Lo vi detenerse. Mirar alrededor.
Por un segundo, su mirada pasó por encima de mí. Literalmente.
Él no supo quién era yo, no reconoció nada de mí. Y no lo culpo, habían pasado ocho años desde la última vez que nos vimos. Pero aún así, una parte infantil de mí esperaba que su corazón lo supiera. Que el ruido del pasado lo alcanzara. Que algo dentro de él gritara mi nombre en silencio.
Pero no lo hizo.
Eros ajustó la cremallera de su buzo, asintió a un técnico y siguió su camino, como si no acabara de pasar frente a alguien a quien conocía. Como si yo fuera solo otra figura en medio del paddock.
—¿Estás bien? —preguntó Noa desde atrás, sin necesidad de que yo le explicara nada.
—Sí —mentí, acomodando mi casco—. Solo estaba mirando la pista.
Él no dijo nada más. Y yo me aseguré de enfocar mi vista en otra dirección, no por falta de profesionalismo, sino por necesidad.
Porque en ese momento supe que la distancia no siempre se mide en kilómetros.
A veces basta con una sola mirada que no se detiene en ti.
Los motores rugían, las voces se entrelazaban y la adrenalina flotaba en el aire como un aroma invisible.
Pero esa noche, cuando el ruido de los motores se apague y las luces del circuito se apaguen, sé que el silencio que quedará será mío.
Y ese silencio, lo prometo, será ruidoso.