Eros y el arte de perder.

Capitulo 4

Eros.

No sé cuánto tiempo caminé, pero cuando me detuve, estaba frente al muro de contención del circuito, donde el rugido de los autos aún vibraba en el concreto.

Apoyé la frente contra el metal. Mi respiración era pesada. Intentaba ordenar los pensamientos, pero todos venían como flashes: Padmé riendo bajo la lluvia, Padmé gritándome en medio de una discusión, Padmé alejándose sin mirar atrás. Y ahora ella, quitándose el casco, venciendo al "invencible" Eros frente a todos.

—Sigues huyendo cuando no sabes qué sentir —dijo una voz detrás de mí.

Me giré. Ahí estaba. Padmé. Sin casco, sin cámaras, sin micrófonos. Solo ella. El cabello suelto recogía la última luz del atardecer, y sus ojos —esos ojos— eran una tormenta detenida.

—No estoy huyendo —respondí, con la voz más firme de lo que sentía.

—¿Entonces qué haces aquí, solo, como si la pista te hubiera tragado?

No supe qué decir. Durante un segundo, se hizo un silencio incómodo entre nosotros. Las palabras se atascaban. ¿Cómo se hablaba con alguien que te solía conocer mejor que tú mismo y que, aun así, había desaparecido?.

—¿Y ahora qué? —pregunté, tragando el nudo que amenazaba con romper mi voz.

Ella dio un paso hacia mí.

—Ahora corremos en la misma pista. Con el mismo objetivo. Pero ya no somos los mismos. La pregunta es: ¿vas a seguir corriendo solo, o vas a aprender a mirar más allá del espejo retrovisor?

Se giró para irse, pero se detuvo a medio camino.

—Buena carrera, Eros. Pero no será la última.

Y con eso, desapareció entre las sombras del paddock.

Yo me quedé ahí, solo, pero no vacío. Algo en mí se había encendido. No solo el orgullo. Era otra cosa. Algo más difícil de manejar que cualquier motor: la posibilidad de aprender a perder...

No dormí esa noche.
Ni por el zumbido aún presente en mis oídos, ni por la derrota. Fue ella.
Padmé.

No la recordaba así. Fría. Serena. Letal.
La chica de antes soñaba con los circuitos, sí, pero también con nosotros.
Ahora no sueña. Conquista.

Desde la sala de datos, miré una y otra vez la telemetría de la carrera. Cada frenada, cada cambio de línea, cada curva donde ella fue mejor que yo. No podía explicarlo solo con habilidad. Había rabia en esa conducción. Había hambre.

—¿Sigues con eso? —preguntó Marco entrando, aún masticando una barra energética—. Perdiste, Eros. Supera.

Lo ignoré.

—¿Te fijaste cómo tomó la horquilla en la vuelta 37? No perdió ni medio segundo en el interior. Como si supiera que yo iba a cerrarme...

—Porque te conoce —interrumpió con una carcajada—. Tal vez mejor de lo que tú mismo te conoces.

Lo fulminé con la mirada, pero tenía razón.
Ella me conocía.
Me conocía antes de que me convirtiera en “Eros, el invencible”.

Y ahora estaba de vuelta, no como una sombra de mi pasado, sino como mi rival. Una que no quiere revancha... sino mi trono.

Pero... ¿Era acaso qué veía como una amenaza a la misma chica que una vez quise?.

✩₊˚.⋆☾⋆⁺₊✧

Al día siguiente, durante las pruebas libres, el ambiente estaba más denso que el humo de los neumáticos.
La prensa no hablaba de otra cosa.
“La leyenda cae ante el Rayo Púrpura”
“Padmé Solari: ¿la nueva reina del asfalto?”
“Eros y su primer error: subestimar al competidor.”

Padmé y yo coincidimos en el pasillo de acceso a la pista. Sus botas resonaban firmes, sin prisa.
Se detuvo a mi lado, sin girarse.

—¿No vas a decir nada esta vez? —preguntó sin emociones.

—¿Y qué se supone que diga? —respondí seco—. ¿"Felicitaciones por humillarme frente al mundo"?

Giró el rostro lentamente. Sus ojos eran dos centellas escondidas tras el reflejo de su visera.

—No necesito tus felicitaciones, Eros. Lo único que quiero… es que intentes alcanzarme. Si es que puedes.

Sus palabras fueron como hielo deslizándose por la piel. No había rencor. Ni nostalgia.
Solo una certeza: esto ya no era personal.

Era guerra.

Durante la sesión, vi su auto moverse como una extensión de su voluntad. No dudaba. No temblaba.
Yo sí.
Cada curva que tomaba pensando en ganarle, era una curva que me recordaba por qué se fue.
No.

Al final del día, ella estaba rodeada por su equipo. Riendo. Triunfante.
Yo solo. Sentado sobre una caja de herramientas, con las manos sucias y la mente más sucia aún.

—¿Sabes qué es lo peor? —me susurró Leo, sentándose a mi lado—. Que tú la hiciste así.

Lo miré. Y por primera vez, no me defendí.

Porque probablemente era verdad.

Pero no sabia nada de ella, y ella no sabia nada de mi desde hace años, esto solo era otra competencia más.




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