Soyeon dejó la carta sobre la mesa, aún sin abrir, cuando el timbre de la puerta sonó. Al abrir, se encontró con su viejo amigo Jiho, que la saludó con esa sonrisa cálida de siempre.
—¡Hola, Soyeon! ¿Cómo has estado? —preguntó mientras entraba sin esperar invitación.
—¡Hola! Qué sorpresa verte por aquí —respondió ella, sinceramente aliviada de tener compañía que la distrajera de sus pensamientos.
Se sentaron en el sofá y empezaron a charlar de cosas cotidianas: el trabajo, el clima, anécdotas triviales. Pero la mente de Soyeon volvía una y otra vez a la carta que reposaba a pocos metros, intacta.
En un momento, Soyeon se excusó para ir al baño. Fue entonces cuando su amigo, solo en la sala, sintió la curiosidad picarle con fuerza. Sus ojos se posaron en el sobre. Sin poder resistirse, lo tomó, lo abrió y comenzó a leer.
Cada línea de la carta de Kang Jiho le golpeaba como un puñetazo. La declaración de sentimientos era clara, apasionada, imposible de ignorar. Un nudo de celos y tristeza se formó en su garganta. Sin pensarlo dos veces, guardó la carta en el bolsillo de su chaqueta, convencido de que estaba protegiendo a Soyeon de algo que, en su mente, solo podía herirla.
Cuando ella regresó, notó que Jiho estaba tenso, como si cargara un peso invisible.
—¿Todo bien? —preguntó con suavidad.
—Sí, sí… solo que de repente me surgió un asunto urgente del trabajo —respondió él, levantándose con prisa—. Tengo que irme.
—¿Tan pronto? Acabas de llegar —dijo Soyeon, sorprendida.
—Lo sé, perdona. Te llamo luego, ¿vale? —insistió, ya dirigiéndose a la puerta.
Una vez sola, Soyeon volvió a la mesa. La carta ya no estaba. El corazón le dio un vuelco. Recordó perfectamente haberla dejado allí. Ató cabos en un instante y, sin pensarlo, salió corriendo detrás de él.
—¡Jiho, espera! —gritó en el pasillo.
Él se detuvo y se giró, pálido.
—¿Qué pasa?
—¡Devuélveme la carta! —exigió ella, los ojos encendidos—. Esa carta era para mí.
Jiho bajó la mirada un segundo, luego suspiró profundamente.
—No quería que te lastimaras…
—¿Lastimarme? ¿Robándome algo mío? Eso es lo peor que podrías haber hecho —replicó Soyeon, la voz temblando de enfado—. No tenías ningún derecho a leer mis cosas privadas.
—Lo sé… lo siento. Pero tenía que decirte que… —intentó explicar.
—¿Que qué? ¿Que estás enamorado de mí? —lo interrumpió ella, directa—. Lo siento, Jiho, pero ya no puedo verte de la misma manera.
Él se quedó helado.
—¿Por qué no? ¿Por qué no puedes aceptar lo que siento?
—Porque estoy enamorada de otra persona —confesó Soyeon, y las palabras le quemaron en la garganta—. Y no puedo seguir con esta amistad si para “protegerme” me haces daño así.
El silencio cayó pesado entre ellos. Jiho dio un paso hacia ella, buscando alguna señal de esperanza, pero Soyeon retrocedió.
—Lo siento, pero esto lo cambia todo. No quiero volver a verte —dijo, con lágrimas asomando, aunque mantuvo la voz firme.
—Por favor, Soyeon… no seas tan drástica —suplicó él, la voz rota—. Te amo y no quiero perderte.
—Pero yo no siento lo mismo —respondió ella, con tristeza infinita—. Y no puedo seguir siendo tu amiga si para conseguir mi amor tienes que herirme.
Se miraron un último instante. Luego, ambos se dieron la espalda. La amistad que habían construido durante años se quebró en aquel pasillo, dejando un vacío doloroso y silencioso.
Soyeon regresó a su apartamento con el corazón pesado, sintiendo que parte de su mundo se había derrumbado. Jiho se alejó por la calle, la carta aún en su bolsillo, observando cómo la conexión más antigua de su vida se desvanecía para siempre.