Alice.
Cerré la puerta de mi departamento con ese clic silencioso que aprendí a provocar desde niña. Jamás dejaba que una puerta sonara más de lo necesario. No era paranoia; era costumbre. Una que ningún país, idioma o trabajo había logrado borrar.
El pasillo del edificio olía a humedad vieja y detergente barato. Había escuchado varios comentarios de los vecinos sobre ese olor, que si las tuberías necesitaban mantenimiento, que si el casero era un tacaño… Yo nunca intervenía. Solo escuchaba. Observar sin participar: otra de mis especialidades.
Mi ropa era formal, sí, pero de las que se disuelven en cualquier multitud. Colores neutros, cortes sencillos, zapatos cómodos. Nada que destacara. Nada que recordaran. El tipo de vestimenta que se queda flotando en la memoria de alguien como un borrón, un "creo que la he visto antes", pero nunca un "era ella".
En uno de mis hombros cargaba una bolsa de tela, gris oscuro, con los materiales que preparé para esta fachada: una agenda, un folder con documentos falsos, un estuche con marcadores, una botella de agua y un libro que había comprado solo para parecer más humana. Ni siquiera lo había abierto aún.
Bajé las escaleras sin hacer ruido. El edificio tenía cuatro pisos y yo vivía en el tercero. Nunca tomaba el ascensor. No me gustaban los espacios sin control de salida.
Al salir, el aire de la mañana me golpeó ligeramente el rostro. Estaba fresco pero no frío, con ese aroma a pan que venía de la panadería en la esquina. Ya sabía que, a esta hora, la dueña dejaba las charolas enfriando junto a la puerta trasera; por eso el olor se expandía por toda la cuadra.
—Un día normal… —murmuré en voz baja, como si estuviera tratando de convencerme.
La ciudad se movía a su usual ritmo temprano: autos cruzando la avenida, bicicletas pasando entre ellos, personas caminando rápido rumbo a trabajo o escuela. Pasé junto a una mujer que discutía por teléfono, un anciano que empujaba un carrito de compras lleno de botellas recicladas, y un repartidor que luchaba contra la correa de su mochila.
Nadie me miró.
Nadie me detuvo.
Nadie sospechó.
Justo como debía ser.
Seguí caminando hacia el parque que solía atravesar cada mañana desde que había llegado a esta ciudad hacía cuatro meses. Siempre sigo rutinas cuando me instalo en un lugar nuevo… pero no las mismas todos los días. Alterno trazos, caminos, horarios; los repito solo lo suficiente para parecer normal, nunca lo suficiente para ser predecible.
El parque era pequeño, pero tenía un estanque artificial y un puente de madera que lo cruzaba. Y siempre había alguien ahí: corredores, madres con carriolas, ancianos alimentando a las palomas. Yo lo cruzaba porque me permitía observar mejor. Desde el puente podía ver quién venía, quién salía, quién parecía observar demasiado.
Hoy, todo estaba como siempre.
Bajé por el sendero de grava, el sonido tenue de mis pasos mezclándose con el canto de los pájaros. No los mismos pájaros que aparecían en mi ventana, pero parecidos. Libres. Sin jaulas. Curioso cómo algo tan simple podía incomodarme.
Pasé junto a una banca donde dos estudiantes reían mirando la pantalla de un teléfono. Me di cuenta de que llevaba tres días viéndolos a la misma hora, con las mismas mochilas, los mismos gestos exagerados. Me pregunté si ellos sabrían lo afortunados que eran.
Lo dudo.
Caminé un poco más hasta llegar a un quiosco donde vendían café. La mujer detrás del mostrador me reconoció enseguida.
—¡Buenos días, señorita! ¿Lo de siempre?
Asentí con una sonrisa mecánica, una que había practicado tantas veces que ya salía sola.
—Sí, por favor.
"El de siempre".
Una de las frases más peligrosas para alguien que vive escondida.
Pero aquí era útil.
Construir una rutina falsa era parte de la cobertura.
Mientras la mujer preparaba el café, yo observé mis alrededores. Había un hombre leyendo un periódico doblado en vertical, como se hacía antes. Un perro atado a un árbol movía la cola. Un grupo de adolescentes pasaba bromeando entre ellos. Nada fuera de lugar.
—Aquí tiene, cariño. —Me entregó el vaso—. Hoy se ve más cansada.
—Sueño ligero —respondí con una excusa simple—. Cosas de maestra.
Ella rió.
—Bienvenida al mundo real.
Pagué, agradecí y seguí caminando hacia la salida del parque.
Tomé un sorbo. Caliente, un poco amargo, exactamente como siempre.
Mi ruta desde ahí me llevaba por un barrio residencial de casas pequeñas, la mayoría con jardines bien cuidados. Algunas puertas abiertas, otras cerradas. Un perro ladrando detrás de una reja. Un niño jugando con una pelota en la acera. Una mujer regando sus flores con una bata esponjosa.
A cada paso, yo analizaba: ventanas abiertas, rutas de escape, puntos ciegos, cámaras privadas…
No podía evitarlo.
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Editado: 28.12.2025