Cuando escuchas la campanilla de la puerta, te apresuras a ponerte de pie y colocarte el bombín de engranes a tu cabeza. Un cliente en la tienda del relojero es siempre motivo de celebración, por lo que echas un vistazo al espejo para verificar que las agujas de tu frente estén en la posición correcta para evitar que te vean más vieja de lo que en realidad eres.
Giras la manecilla a las dos, así está mejor.
El cliente experimenta el típico shock inicial al pasar bajo el umbral. Sus ojos saltan de un reloj a otro, embelesados por la sorpresa y la fascinación. Tú, por tu parte, lo ves y ladeas la cabeza. Te ha tocado atender a muchos personajes excéntricos, pero este en particular provoca un cortocircuito en tu sistema de modulación.
El chico debe de tener unos veinte, con ropas manchadas de arena y una expresión de desconcierto que no se desluce ni cuando se le ha pasado la impresión inicial de la decoración interior de la tienda.
—¡Estimado! —lo llamas antes de que meta el dedo en un delicado medidor de tiempo—. Disculpe, si no va a comprar, le sugiero que no toque nada. Sí, a usted le hablo. ¿En qué podemos servirle?
El chico te mira como si tuvieras una de tus placas de madera descolocadas en el rostro. Te fuerzas a mantener la sonrisa. No es el primero ni tampoco será el último que te vea como si fueras un fenómeno.
Inhalando y exhalando, guardas la compostura para centrarte en tu propia posición. Repites la pregunta, con ademanes de cierta impaciencia. El chico se lleva una mano a la cabeza y al retirarla, ves que está sangrando.
Suspiras y la sonrisa en tu rostro desaparece: Llegó otro.
Retiras el bombín, ya no tiene caso celebrar si en vez de un cliente llegó otro de estos. Con paso acelerado te diriges al chico, tomándolo del brazo para hacerlo sentarse ante el mostrador en un taburete.
No imaginabas que volvería a suceder, pero aquí está la prueba de que las arenas del tiempo arrastran de todo. Le entregas el pañuelo del relojero, recordando que deberás lavarlo antes de que tu señor lo vea. El chico la oprime contra su cabeza y un gesto de dolor se perfila en sus rasgos.
—Manténgase aquí mientras llamo al relojero, y no toque nada. Se lo suplico. —Le indicas y, al voltearlo a ver, él te señala al pecho con un dedo dubitativo— Si tanto le interesa, soy una autómata. Estoy construida con madera y engranes al igual que usted está hecho de puro irrespeto.
Te das la vuelta, ofendida, y corres hasta el centro de la tienda, zigzagueando por el laberinto de diferentes tipos de medidores temporales. Sabes que el relojero no se ocupa de estas circunstancias a menos que sean realmente importantes, pero, a decir verdad, ¿no es precisamente para esto que está aquí? Para atrapar a esos seres fuera del tiempo o que quieren infligir el mismo, que siempre acaban siendo atraídos a la tienda. Pero esperabas no tener que molestarlo en su día de descanso.
Subes las escaleras en busca de tu creador. La oscuridad se vuelve más profunda con cada peldaño, el sonido de los relojes se desvanece poco a poco y el aire, muy a tu pesar, se enrarece. Sientes el vacío del tiempo en esta área, una señal clara de que tu señor está despierto y no vagando por otras líneas temporales como se suponía que debía hacer en su tiempo libre.
Al entrar en la estancia, lo encuentras rodeado de sombras. Solo la tenue luz de una lámpara ilumina su rostro tenso y sus ojos, fijos en la lupa con la que examina un mecanismo interno. El relojero, el Padre Tiempo, calibra a uno de tus hermanos. Otro ser de madera y engranajes, construido para la caza de aquellos que, como el extraño de la tienda, han sido arrastrados por las arenas del tiempo. El torso y su cabeza artificiales están sobre la mesa y, más allá, ves un pie y la placa con las manecillas que debe ir en la frente.
El relojero es un ser aledaño a ti y a tu hermano, con la diferencia de que su cuerpo está compuesto de placas de metal galvanizado y su rostro es menos humanoide que el tuyo. Su rostro carece de algo propiamente dicho como boca, y en el centro superior de su rostro tres receptores visuales de colores diferentes lanzan destellos ominosos. A través del vidrio templado de su cabeza pueden verse los engranajes y cables que forman su cerebro. Sus manos carecen del refinamiento de las tuyas; fue creado antes que tú, y por ello su diseño es más tosco y menos agraciado a la vista. Pero eso lo compensa con una mente liberada del tiempo mismo, cosa de la que te privaron.
—Mi señor… —saludas con una reverencia profunda, haciendo crujir tus engranajes. Te asalta el pensamiento que de nada sirve retroceder las agujas de tu frente si tus propios materiales conocen su caducidad.
El relojero alza la vista; sus ojos dispares te escrutan con intensidad y de una serie de agujeros de un parlante en el sitio donde debe ir la boca, te dice— Ciríade ¿Qué te he dicho sobre interrumpir? —El escalpelo y el destornillador que ha estado usando apuntan hacia ti con amenaza— Aún no acabo con Tyranni y lo necesito para la siguiente cacería en las líneas del tiempo.
—Llegó otro —te limitas a decir, por toda respuesta.
El Padre Tiempo no dice nada por un momento. Simplemente se retira la lupa de enfrente y descapucha la lámpara para que su luz llene toda la estancia. Sin necesidad de ver, sabes que ahora la iluminación revela miles de tus hermanos, que cuelgan de las paredes altas hasta el techo. Inertes, a la espera de su debida reparación y reanimación. No te gusta verlos así, puede que seas tú igual a ellos, puede que con un interruptor tu vida se apague de igual forma, pero siempre sientes la misma opresión en tu pecho de madera. Como si el paso del aceite por tus engranajes se solidificara ante el miedo de terminar como ellos.