Leila Johnson
La sorpresa en su rostro refleja la mía. Después de tantos años, ¿cómo puede parecer sorprendido al verme? Pero entonces recuerdo: yo me fui. Dejé Paducah, a mis amigos, y a los pocos que aún intentaban sostenerme cuando caí en pedazos.
Mis padres lo entendieron. Sabían lo ocurrido. Respetaron mi dolor y mi aversión a estas fechas.
La confusión se mezcla con tristeza cuando Evan me envuelve en un abrazo cálido; un gesto que se siente tan lejano como familiar.
—Hola, Evan —murmuro, mientras me retiro con suavidad.
Él sonríe con dulzura al apartarse. Se agacha, recoge mis audífonos y me los entrega.
—Gracias —susurro.
—¿Y tú? —pregunta sin apartar los ojos de los míos—. Paducah no es igual sin ti. Las navidades sienten un vacío… uno que nadie ha podido llenar.
—Estoy bien —miento con cautela—. Solo… cosas mías. Voy en verano.
—No es lo mismo —ríe con nostalgia—. Tu gente extraña a la chica de las postales navideñas. La que repartía chocolate caliente.
Aprieto mis labios. Sí… yo era esa. Una fanática eufórica de la Navidad. La que organizaba actividades, decoraciones, luces, aquella en quien la magia fluía como un río desbordado.
Pero esa versión de mí murió.
—Eso fue en otro tiempo —digo, carraspeando—. Fue bueno verte, Evan. Debo ir a trabajar.
—Te acompaño.
—No te molestes, seguro tienes cosas que hacer.
Su sonrisa se ensancha.
—Volví a ver a mi mejor amiga después de dos años. Créeme, para ti tengo tiempo. Lo demás puede esperar.
Levanta una mano con cuidado. Con el dorso acaricia mi mejilla. Su respiración roza mi piel, ligera, tibia. Un escalofrío me recorre y retrocedo.
—Te ves adorable colorada —dice entre risas.
Camino a su lado. Apenas respondo; solo asiento. Evan habla de cambios, de gente, de recuerdos. Algunos duelen, otros brillan como fragmentos felices de otra vida.
Al llegar a mi trabajo, su mirada todavía me busca. Él se despide con un abrazo. No lo devuelvo… pero algo en mí se calienta, apenas un destello.
☃️☃️☃️
El dolor me atravesaba mientras la habitación se oscurecía. La doctora me instruía con urgencia:
—¡Puja, Leila, puja!
Lloraba, gemía, rogaba que salvaran a mi hijo. El veneno corría por mis venas, debilitando mi cuerpo.
—Por favor… por favor… —suplicaba mientras empujaba con el último resto de fuerza.
Y entonces, silencio.
—Lo siento… —susurró la doctora—. Lo siento mucho.
El mundo se derrumbó.
—¡Leila, mesa seis! —grita mi supervisora, arrancándome del recuerdo.
Me obligo a respirar. Trabajo. Necesito mantenerme ocupada. Me aferro al movimiento, pedidos, bandejas, limpiar mesas. Mis compañeros hablan de fiestas, villancicos, luces.
Yo solo deseo mis audífonos.
En mi antiguo trabajo conocí a la mujer que destruyó mi vida: Andrea. Al principio era solo mi jefa. Luego, mi enemiga silenciosa. Nunca entendí su odio, hasta que alguien me dijo.
“Está celosa. No puede tener hijos.”
¿Ese fue su motivo?
¿Eso justificó el veneno que puso en mis galletas?
—¿Por qué, Andrea? —susurro para mí—. ¿Qué te hizo mi hijo?
Entonces la puerta del local se abre. Un Santa Claus entra con duendes y niños. Villancicos estallan como explosiones de cristal en mis oídos. Mis piernas fallan. Corro al baño. Me encierro. Me cubro los oídos, temblando, respirando como si el aire doliera.
Cuando la canción termina, alguien golpea la puerta.
—Leila te buscan —dice Sabrina mi compañera.
Me enjuago el rostro, respiro y salgo. Me prepara para quien sea. Sabrina señala una mesa al fondo.
Allí está.
Una mujer de blanco.
La reconozco.
La sangre se me hiela.
Es la hermana de Andrea.