Leila Johnson
La sorpresa en su rostro refleja la mía. Después de tantos años, ¿cómo puede sorprenderse al verme? Pero entonces recuerdo: me marché de mi ciudad, dejé atrás a aquellos que alguna vez llamé amigos. Ya no visitaba a mis padres en Navidad, no desde que...
Ellos sabían lo ocurrido, respetaban mi dolor, mi adversión a estos días.
La confusión se mezcla con la tristeza cuando me enfrento a su cálido abrazo, un gesto que me resulta ajeno y familiar al mismo tiempo.
—Hola, Evan —no correspondo a sus brazos, despacio retiro mi cuerpo.
Evan sonríe con dulzura, al despegarse de mi cuerpo. Se agacha y me da mis audífonos. Yo murmuro un gracias.
—¿Qué hay de ti? Paducah, no es lo mismo sin ti. Las navidades habita un vacío, nada lo ha podido ocupar.
—De mi vida estoy bien —miento con cautela —. Solo son cosas mías… además voy en veran
—Pero no es igual, tu gente extraña, la chica de postales navideña, la cual las dejaba con chocolate caliente —si fui una fanática eufórica, la que tomaba todas las iniciativas para las decoraciones y actividades de diciembre. La magia de la navidad fluida en mí como caudal de río bravo. Pero ya termino, esa magia se fulminó, ni una chispa prevalece.
—Sí, eso fue en tiempo pasado —carraspeo —. Evan fue bueno verte, yo debo ir a mi trabajo.
—Te acompaño…
—Tranquilo, no te molestes, supongo tienes cosas que hacer —Evan mientras sonríe
—Volví a ver a mi amiga de toda la vida, para ti tengo tiempo, lo demás que espere, fueron dos eternos, dos años sin verte —con su dorso, acaricia mi mejilla con suavidad, contento la respiración, es movimiento ligero, me estremece, causa unas agradables cosquilla. Retrocedo un poco, mi corazón late con fuerza —. Te ves tierna colorada.
Mis palabras quedan suspendidas en el aíre. Él se acerca de nuevo con lentitud. Suspiro, dejo de salga con su cometido de acompañarme.
Caminamos juntos por la calle, aunque solo asiento a sus palabras sobre los cambios en nuestra cuidad. Mis respuestas se reducen a monosílabos junto con asentimientos. Evan sigue su charla, compartiendo recuerdos y detalles, algunos me trae sensaciones preciosas, viví momentos maravillosos en Paducah. A pesar de mi silencio, parece disfrutar contándome esas historias viejas memorables.
Llegamos a la puerta de mi trabajo. Por dentro, mantengo la compostura, pero algo en mí se relaja ante sus palabras y gestos amables, sus ojos intensos no dejan de buscar los míos, parecían que destellan brillo. Él se despide con unas palabras y un abrazo. No correspondo al abrazo, pero extrañamente siento una agradable sensación, una especie de calidez que me sorprende.
***
El dolor retorcía mi cuerpo mientras la habitación se oscurecía a mi alrededor. La doctora, con voz tensa, me instaba a empujar, a luchar por la vida que habitaba en mí. Entre lágrimas y gemidos, rogaba con desesperación que salvaran a mi bebé, mi precioso hijo.
La habitación giraba, borrosa, y los latidos apresurados del monitor no hacían más que acentuar mi pánico.
—¡Puja, Leila, puja!— repetía la doctora, cada vez más urgente. Me aferraba a la esperanza mientras luchaba en un mar de agonía, mi cuerpo debilitado por el veneno que intentó arrebatarme lo más preciado. Los gritos salían de mi garganta, ahogados por lágrimas y súplicas. Mis ojos se cerraban con fuerza, pero mi mente estaba centrada en un solo deseo: que mi hijo sobreviviera.
Y entonces, un silencio atroz llenó la habitación. La tensión se palpaba en el aire mientras la doctora hablaba con voz solemne y suave: —Lo siento... lo siento mucho.
El mundo se desmoronó a mi alrededor. El suspenso se apoderó de mi alma destrozada mientras la noticia se abría paso lentamente: mi bebé no sobrevivió. La oscuridad se hizo presente, absorbiendo cualquier resto de esperanza que quedara en mí.
—¡Leila, mesa 6! —el grito de mi supervisora nonbradome me empuja de mis negros recuerdos. Debe ser el diablo mismo que me empuja a esos recuerdos. Palmeo mi rostro, regreso a mi servicio. Tomo el pedido de la mesa antes dicha. Voy atiendo otras más, limpio un poco las mesas que se despejan. Mis compañeros, en su burbuja de alegría navideña, se sumergían en conversaciones sobre los planes para estas fechas. Yo, por otro lado, ansiaba tener mis audífonos para evadir sus voces sin quererlo, pero las reglas laborales los prohibían durante el horario. Entre bandejas y pedidos, me aferré a la tarea como un ancla, anhelando la distracción que brindaba el trabajo, aunque por momentos temía que mis recuerdos afloraran de nuevo, rompiendo la frágil burbuja que me protegía en ese instante.
Mi antiguo trabajo era de asistente en una medida empresa de productos de limpieza. El lugar que conocí a la mujer causante de mi llanto, Andrea. Nunca había tenido problemas con ella, me mantenía a raya solo dedicada a cumplir sus órdenes, no tenía ningún problema contigo. Hasta que se entero de mí embarazo. Comenzó a mostrarse más distante y crítica hacia mi trabajo. Sus comentarios eran más afilados, y su presencia se convirtió en un recordatorio constante de mi embarazo. Una de mis compañeras de trabajo, en un intento de consolarme, compartió su opinión: “Estoy segura de que está celosa de ti. Ella es estéril, por eso actúa así”. Esas palabras habían resonado en mi mente, sembrando una comprensión dolorosa sobre el motivo detrás del cambio en el comportamiento de Andrea. La felicidad que representaba mi embarazo parecía ser un espejo de sus propios deseos no cumplidos.
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Editado: 31.12.2023