Leila Johnson
Cuando regresé a mi departamento después de la noche con Evan, me sentí diferente. No había sido tan malo como imaginé. Sin embargo, al cerrar la puerta detrás de mí, el frío de la soledad volvió a abrazarme.
Dejé la flor que la niña me había entregado en la mesita de noche y fui a buscar un vaso de agua para tranquilizarme. Mientras lo servía, tropecé y el agua cayó, empapando mi pantalón. Entré en pánico al pensar que quizá había arruinado algo importante.
Al revisar mis pertenencias mojadas, ahí estaba: la carta de Andrea.
Mis labios se tensaron inmediatamente. Tragué hondo, miré al techo como buscando fuerza… y finalmente me senté en la sala, con la carta entre mis manos temblorosas.
La observé unos segundos, sintiendo cómo mi corazón golpeaba como un martillo. A pesar de todo la curiosidad pesaba más que el miedo.
Abrí el sobre con cautela, como si temiera que el pasado estallara en mi rostro.
Mis dedos temblaron al desdoblar la hoja arrugada. Una profunda inhalación llenó mis pulmones. Aún no podía creer que estuviera a punto de leer palabras escritas por la persona que se llevó lo más preciado de mi vida.
La curiosidad es un arma de doble filo.
Querida Leila:
Es difícil encontrar palabras para expresar el profundo pesar que he cargado desde aquel día. En medio de mi lucha contra el cáncer, mi castigo, reuní fuerzas para escribirte y pedirte perdón.
La envidia, mezclada con mi desesperación y miedo, me llevó a cometer un acto imperdonable. Intenté arrebatarte la felicidad que llevabas en tu vientre. Mis acciones no solo te hirieron: sellaron una herida en mi alma que jamás sanará.
Ahora, enfrentando esta enfermedad, he tenido tiempo para reflexionar. Entendí muy tarde, que la envidia y el rencor solo destruyen.
No espero tu perdón. Lo que hice no tiene reparación. Solo quería que supieras que lo lamento. Mi tiempo se agota, y antes de irme, deseaba decirte lo que nunca tuve el valor de admitir.
Te deseo paz, luz y sanación.
Con tristeza y arrepentimiento, Andrea.
El papel cayó de mis manos, empapado ahora por mis lágrimas.
Lloré con una intensidad desgarradora, cubriéndome el rostro mientras un torrente imparable salía de mí.
Sin pensarlo, sin chaqueta, salí corriendo de mi departamento. Sentía el frío cortarme la piel, pero no me importaba. Algo dentro de mí necesitaba un destino y solo había un lugar posible.
Cuando llegué a la tumba de mi hijo, mis rodillas se doblaron. Mis manos presionaron la lápida como si intentaran anclarme a la tierra.
Un grito me escapó, crudo, feroz:
—¡¿POR QUÉ?! ¡¿POR QUÉ?! ¡¿POR QUÉ?!
Mi garganta ardía. Mis lágrimas parecían interminables. Era como revivir aquella noche: la pérdida, la traición, el vacío.
¿Podría perdonarla alguna vez?
¿O el perdón era otra forma de traicionar la memoria de mi hijo?
Me quedé allí, respirando como quien intenta sobrevivir a un naufragio emocional.
Y entonces.
Algo rozó mi brazo.
Suave. Real.
Como la caricia de una pluma.
Me congelé. Antes de reaccionar, una voz diminuta, dulce y clara susurró.
—Perdónala, mami.
Abrí los ojos de golpe. Mi corazón golpeó mis costillas. Toqué la piel donde sentí el contacto, temblando. ¿Estaba perdiendo la cordura? ¿O era aquello un regalo un mensaje?
Me arrodillé otra vez, con una mezcla de miedo, incredulidad y esperanza. Una paz tenue comenzó a rozar mi alma como un amanecer tímido.
Miré al cielo justo cuando unos fuegos artificiales estallaron en la distancia. Uno formó la figura del niño Jesús. Era imposible, pero ahí estaba.
Sentí mi piel erizarse.
Entre sollozos, con una mezcla de dolor y alivio, susurré:
—Andrea… te perdono. Ojalá encuentres paz.
Cerré mis ojos y apoyé mi frente sobre la lápida.
Por primera vez en años mi corazón no estaba completamente roto.