Es época de sanar

✨CUATRO✨

Leila Johnson


Cuando regresé a mi departamento después de la noche con Evan, me sentí diferente. No había sido tan malo como había imaginado. Sin embargo, al entrar en mi departamento, el frío de la soledad me abrazó de nuevo.

Dejé la flor que me había dado la niña en la mesita de noche y fui a buscar un vaso de agua para calmarme. Mientras lo servía, tropecé accidentalmente, empapando mi pantalón. Entré en pánico, temiendo haber arruinado todo lo que llevaba. Al revisar mis pertenencias mojadas, encontré la carta de Andrea entre ellas.

Mis labios se apretaron por instinto y, con un suspiro, miré hacia arriba, indecisa sobre qué hacer. Finalmente, opté por sentarme en la sala, sosteniendo la carta entre mis manos temblorosas. Observé el sobre por un momento, sintiendo mi corazón latir con fuerza. A pesar de todo, la curiosidad era más fuerte. Abrí la carta con cautela, sin saber qué esperar.

Mis manos temblorosas se preparan para desdoblar esa hoja arrugada mientras tomo una profunda bocanada de aire. Aún me cuesta creer que esté a punto de sumergirme en la lectura de una carta redactada por quien se llevó lo más preciado para mí. La curiosidad, a pesar de ser un impulso que nos lleva a lo desconocido, puede ser un mal que nos incite a hacer cosas que sabemos, no deberíamos.

Querida Leila,

Es difícil encontrar las palabras adecuadas para expresar el profundo pesar que albergo en mi corazón desde aquel fatídico día. En medio de mi propia lucha contra el cáncer, mi cruel castigo, he encontrado el coraje para escribirte y pedirte perdón por el daño que te causé.

La envidia, mezclada con mi propia desesperación y miedo, me llevó a cometer un acto imperdonable. Quise arrebatarte la alegría, la felicidad que llevabas en tu vientre. Mi acto egoísta e insensato no solo te lastimó a ti, sino que también dejó una herida en mi alma que nunca sanará.

Ahora, enfrentando mi propia batalla contra esta enfermedad implacable, he tenido tiempo para reflexionar. He aprendido, tarde y dolorosamente, que la envidia y el rencor solo llevan a la destrucción y al arrepentimiento.

Leila, no espero tu perdón, pues sé que lo que hice es imperdonable. Pero necesitaba que supieras que lamento profundamente mis acciones. Mi tiempo se agota, pero antes de partir de este mundo, quería expresarte mi más sincero arrepentimiento.

Te deseo paz y serenidad en tu camino. Desde mi atormentada alma, lamento el daño. Que encuentres la fuerza para seguir adelante, para sanar y encontrar la luz en la oscuridad que yo misma provocara.

Con humildad y tristeza,

Andrea.


Dejo caer el papel empapado por mis lágrimas, que ahora forman un torrente imparable. Lloro con una intensidad desgarradora, sosteniendo mi rostro con manos que aún tiemblan. Sin importarme el frío, me levanto impulsivamente, salgo de mi departamento sin abrigarme, y corro por las calles, indiferente al juicio ajeno. Finalmente, llego al lugar donde descansa mi Ángel. Caigo de rodillas, mis palmas presionan su lápida. Grito con furia hasta que mi garganta arde, una tormenta interna que se desata sin control.

Mi cuerpo es costal pesado, experimento una inestabilidad lacerante. Me siento como aquella noche devastadora. La inestabilidad que atravieso es como un aguijón que no cesa, como si estuviera atrapado en una vorágine emocional sin salida. Mi respiración es lenta, forzada, una carga que me recuerda que sigo viva, y mi hijo muerto lejos de mí. Esa carta de la persona que me daño, solo aviva cada recuerdo, todo vuelve a transitar en mi mente como una película tortuosa. 

—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! —chillo con agudeza. 

¿Soy capaz de perdonarla? ¿Sus disculpas son sinceras? Nunca me pregunte nada de ello, no quería recordar a esa mujer, que actuó con alevosía. Preferí enfocarme en la pena del recuerdo de mi hijo perdido a causas de sus manos.

Necesito respuesta.

Ruego en mi mente.

En el silencio del cementerio, los recuerdos se entrelazaban con el eco de la carta en mi mente. Las palabras de Andrea resonaban, y yo, paralizada por la indecisión, buscaba una respuesta. Mis ojos cerrados, las lágrimas caían libremente, ahogada por el peso del perdón.

En un momento de desesperación, mientras la angustia se apoderaba de mí, una sensación inexplicable me invadió. Una suave caricia en mi brazo rompió el silencio, seguida por una voz diminuta pero clara: “Perdónala, mami”

El impacto me hizo abrir los ojos de golpe, mi corazón latiendo descontroladamente. Me incorporé bruscamente, sorprendida y conmocionada. Mi mano instintivamente tocó mi pecho, sintiendo cómo mi corazón palpitaba con intensidad. Mis cristalizados ojos buscaban con desesperación el origen de esa voz. Palpo el lugar donde recibí aquel toque suave, ¿ya estoy alucinando?

Un torrente de emociones me abruma, y con temblores en mi cuerpo, me arrodillé lentamente de nuevo. La suavidad del gesto en mi brazo se convirtió en un abrazo invisible, guiándome de nuevo hacia la tumba de mi querido Ángel.

Con un susurro apenas audible, acaricié la lápida de Ángel. Mis lágrimas fluían sin control, pero algo dentro de mí empezó a calmarse. Un destello de comprensión y perdón se reflejó en mí, con esfuerzo, controlé mi respiración. ¿Es el deseo de mi pequeño desde el más allá? Miro al cielo, una explosión de fuegos artificiales me provocan susto. Los contemplé, durante unos instantes, formaban figuras, incluso la del niño jesús en su pesebre. Los vellos de mi piel sé erizando, aleje mi vista.

Entre sollozos, con una sonrisa llena de tristeza y una afirmación silenciosa, dirigí mis palabras hacia la tumba:

—Te perdono, Andrea, ojalá encuentres la paz —mis ojos cerrados, mi mente rogaba por tranquilidad, por sanación, por encontrar un camino hacia adelante.




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