Leila Johnson
Mis niños comienzan a danzar alrededor de mí con unas luces. Me río enternecida al verlos. Cantan villancicos, y con ellos no me permito sentirme incómoda; son una proyección de luz pura. No han querido separarse de mi lado y están felices por mi regreso.
Definitivamente me hacía falta esto estas pequeñas muestras de inocencia, ver sus caritas radiantes de entusiasmo.
Mis sobrinos son mi refugio perfecto, y por desgracia los abandoné.
—Niños, ya paren. No agobien a su tía, apenas lleva unas horas aquí y no ha descansado —dice mi hermana.
Mis niños se detienen y yo le lanzo una mirada reprobatoria.
—Lily, no seas así.
—Sobrará tiempo para jugar con este par de señoritos —responde despreocupada—. Mamá te espera en tu antigua habitación, dijo que necesita hablar contigo ahora.
—Está bien —suspiro—. Pequeños, tía regresa pronto.
Asienten obedientes.
—Ustedes dos vengan conmigo. Se olvidan de mí desde que llega su tía —se queja mi hermana con falsa indignación.
Mis pequeños se abrazan a su pierna y le dicen que la aman. Me aparto y los dejo disfrutar del momento. Un sentimiento agridulce cruza mi pecho. No por envidia, sino porque jamás escucharé a mi hijo decirme que me ama.
Mi Ángel se fue.
Pero al mismo tiempo, siento una profunda felicidad por mi hermana.
Logró construir una vida hermosa junto a su esposo e hijos después de una relación tormentosa.
Se ganó su paz.
Subo los crujientes escalones de la casa. Los recuerdos y sueños guardados en estos rincones comienzan a revolotear en mi mente. Todo sigue igual, las fotografías, los trofeos, los reconocimientos como un museo de momentos especiales de mi vida, cuando todo era colorido.
Esos recuerdos retumban con fuerza, pero ahora viven guardados en un rincón de mi mente. Intocables.
Dejo escapar un suspiro.
Una sonrisa se dibuja en mi rostro al ver a mi madre sentada en mi cama, sosteniendo un viejo suéter mío.
—Leila, mi hijita mediana —dice, palmeando el espacio a su lado.
Me acerco y dejo el suéter en mi regazo. Ella envuelve mis manos con las suyas, marcadas por los años y por las batallas que enfrentó sola desde que papá murió.
—Leila, cariño ¿por qué te alejaste? ¿Por qué te apartaste de tu familia cuando más necesitabas apoyo? —pregunta con voz suave.
Desvío la mirada antes de responder.
—Sentía que estaba muerta por dentro, mamá. No quería que me vieran así. Estaba rota, perdida, pensé que alejarme sería lo mejor. Todo tenía sabor a nada. Preferí no amargarles la vida.
—Ángel también era nuestra sangre —susurra—. Fue una injusticia lo que les hicieron. Ninguno merecía tanto dolor. Hija, debiste refugiarte en nosotros. Somos tu familia. Jamás te hemos abandonado. Comprendo que querías llevar tu duelo en silencio, pero la familia no está solo para los buenos momentos, está para sostenerte cuando todo se derrumba, para recordarte que no estás sola.
Una lágrima me quema el rostro.
—También nos dolió —continúa—. Los pequeños preguntaban por su primo. Preguntaban por qué se había ido al cielo.
Cubrirme la boca no detiene los sollozos. Estuve tan enfocada en mi propio dolor que olvidé mirar más allá. Olvidé que no era la única que había perdido algo.
—Lo sé, mamá. Pero estaba tan sumida en la oscuridad que no pude verlo. Me alejé de ustedes, me alejé de todo.
Aprieto el suéter entre mis manos mientras mi cuerpo tiembla por el llanto. Mi madre acaricia mis muñecas con ternura, sus ojos también húmedos.
—Me cerré a esta época que solía amar. Construí una muralla. El dolor era lo único que quería abrazar. Y sí, duele. Cuando te quitan lo único bueno de tu vida, eliges lo peor pensando que te protegerá. Pero solo te hunde más.
—Lo entiendo, mi niña —susurra—. Pero incluso en el dolor más profundo, necesitamos de otros. La pérdida de un hijo no se supera, pero se aprende a respirar de nuevo.Ángel vivirá en tu recuerdo, en tu corazón, en tu alma. Para siempre. Busca la paz, por él y por ti.
Me lanzo a sus brazos. Me sostiene como si pudiera evitar que me rompiera.
—Gracias, mamá, gracias —murmuro entre lágrimas.
—Sabes que debes ir con un terapeuta —me recuerda con dulzura.
Asiento.
—Perdoné a esa mujer —confieso en voz baja—. Por ahí empecé. Todo fue tan surreal, pero la voz de Ángel me pidió que lo hiciera.
Mamá seca mis lágrimas con cuidado.
—El rencor envenena. Si vivimos ahogados en él, nunca avanzamos.
—Te amo, mamá. Olvidé lo bien que me haces.
Me recuesto en su regazo y permanecemos así, en silencio, durante un tiempo. La calma me envuelve, ligera y nueva, como si algo hubiera empezado a sanar.
Un toque suave en la puerta rompe el momento.