Había una vez, en un pueblo tan pequeño que ni aparecía en los mapas, una tradición en Halloween: los niños iban de casa en casa pidiendo dulces, pero nunca tocaban la puerta de la cabaña del Tío Silencio.
Se decía que era un hombre alto, tan delgado que parecía un poste de telégrafo, y que nunca hablaba. Solo señalaba con dedos largos como ramas secas. Los adultos decían que era "inofensivo", pero los niños sabían la verdad:
— El Tío Silencio no es un hombre… es algo que aprendió a parecerlo.
Una noche de Halloween, cuatro niños decidieron probar su valentía:
— Vamos a tocar su puerta. ¡Seguro tiene los MEJORES dulces! —, dijo el más chico.
La cabaña olía a tierra mojada y manzanas podridas. Cuando tocaron, la puerta se abrió sin que nadie la moviera. Dentro, solo había una mesa con cuatro platos. Cada uno contenía…
Caramelos brillantes (con gusanos dentro).
Un ojo de cristal (que los seguía al moverse).
Una mano de chocolate (con uñas reales incrustadas).
Un collar de dientes de leche (¿de qué niños?).
De la oscuridad, una voz ronca susurró:
— Solo uno puede salir… ¿quién será?
De repente…
- Las velas se apagaron.
- La puerta se cerró con un click.
- Y oyeron pasos arrastrándose en el techo.
El niño más valiente gritó:
— ¡CORRAMOS!
Pero cuando llegaron a la puerta, encontraron tres cosas:
1. Un zapato izquierdo (del niño que corrió primero).
2. Una cinta del pelo (de la niña que llevaba moño).
3. Un mensaje escrito en el polvo:
Gracias por la compañía. Volveré el próximo Halloween… por el que quedó.
Al día siguiente, los tres niños aparecieron en sus camas, pálidos y sin recordar nada. Pero todos tenían una marca idéntica detrás de la oreja:
Un pequeño corte en forma de sonrisa.
Y desde entonces, en el pueblo, cuando el viento sopla fuerte en Halloween, se escucha un susurro entre los árboles:
— Uno… de… cuatro…
¿Te atreves a compartir esta historia... o el Tío Silencio ya te escuchó?