No sé cuándo empezó, pero sé que están aquí. Siempre.
Al principio, creí que eran juegos de la luz. Un reflejo distorsionado en la ventana, una silueta pasajera en el pasillo. Pero ahora… ahora sé que me observan.
Estoy escribiendo esto en la cocina, con la espalda pegada a la pared. No quiero que aparezcan detrás de mí otra vez. Porque lo hacen. A cualquier hora. A plena luz del día, cuando el sol debería ahuyentarlas, o en la oscuridad profunda de la madrugada, cuando el mundo entero duerme. Excepto yo. Excepto ellas.
La primera vez que realmente las vi fue hace una semana. Estaba lavando los platos, el agua corriendo, el sonido relajante del líquido caliente en mis manos. Entonces, en el reflejo del vidrio de la ventana, vi algo moverse. No era mi imagen. Era más alta, más delgada… demasiado delgada. Como si un cuerpo humano hubiera sido estirado hasta romperse, pero seguía en pie.
Me giré de golpe, el corazón a punto de estallar. No había nadie. Solo la sombra de un árbol bailando en la pared. O eso quise creer.
Desde entonces, las veo en todas partes.
En el pasillo, al fondo, donde la luz nunca llega bien. Allí permanecen quietas, como esperando a que pase. A que las vea. A veces, cuando me atrevo a mirar, noto que se mueven. Solo un poco. Un cabeceo lento, como si me estudiaran.
Anoche supe que no son imaginaciones.
Me desperté con un frío que me helaba los huesos. La habitación estaba oscura, pero no tanto como para no distinguir la silueta junto a mi cama. Alta, demacrada, la cabeza inclinada en un ángulo imposible. No respiraba. No hacía ruido. Solo estaba ahí.
Quise gritar, pero mi voz murió en mi garganta. Cerré los ojos con fuerza, rezando para que al abrirlos ya no estuviera.
Cuando por fin reuní el valor, la sombra ya no estaba junto a mi cama.
Estaba sobre mí.
Su rostro, si es que podía llamarse rostro estaba a centímetros del mío. No tenía ojos, pero sentía su mirada perforándome el alma. No tenía boca, pero escuché un susurro rasposo, como uñas arrastrándose en madera vieja:
— Ya sabes que no estás solo —
Desde entonces, no duermo. No como. Solo espero.
Porque sé que están aquí. En cada rincón. En cada esquina. Detrás de cada puerta cerrada.
Y lo peor es que tú también lo sabes.
Porque mientras lees esto, ¿verdad que sientes ese cosquilleo en la nuca? Esa sensación de que algo o alguien está justo detrás de ti.
No te gires.
Ellas no quieren que lo hagas.