LA VISITA
Nadie sabía de dónde venía el Hombre Torcido. Algunos decían que era el espíritu de un mentiroso atrapado en el purgatorio, condenado a recolectar almas para escapar de su tormento. Otros creían que era algo más antiguo, algo que existía desde que la primera mentira fue pronunciada en el mundo.
Lo único cierto era su método.
No llegaba de inmediato. Primero, te observaba. Si mentías una vez, solo sentías un escalofrío al pasar frente a un espejo por la noche. Si mentías dos veces, soñabas con él, quieto en la esquina de tu cuarto, su silueta retorcida como un árbol viejo. Pero si mentías una tercera vez… aparecía en tu realidad.
EL CASTIGO
Cuando el Hombre Torcido decidía llevarte, no era una muerte común. Era algo peor.
Te arrastraba al Lugar de las Mentiras, un espacio entre el sueño y la vigilia, donde las paredes estaban hechas de recuerdos distorsionados y los suelos eran un mosaico de promesas rotas. Allí, su víctima se convertía en un recolector, obligado a vagar por el mundo en su nombre, tentando a otros a mentir, alimentando su poder.
Los recolectores no tenían rostro, solo una boca torcida que susurraba mentiras al oído de los vivos. Si lograban engañar a alguien lo suficiente como para que el Hombre Torcido los visitara, su sufrimiento se aliviaba un poco. Pero si fallaban… él los doblaba.
Literalmente.
Sus cuerpos se retorcían, huesos quebrándose en ángulos antinaturales, hasta quedar como él: una criatura encorvada, condenada a arrastrarse por la eternidad.
EL ÚLTIMO RECOLECTOR
Antes de mí, hubo otro. Un hombre llamado Ernesto, quien mintió sobre un crimen que cometió. El Hombre Torcido lo visitó y lo arrastró al Lugar de las Mentiras. Durante años, Ernesto intentó engañar a otros para salvarse, pero falló demasiadas veces.
Ahora, cuando cierro los ojos, lo veo. Su cuerpo ya no es humano. Sus brazos son largos y serpentinos, su espalda una joroba grotesca. Sus ojos, antes llenos de terror, ahora solo brillan con hambre.
— Tú serás como yo pronto — susurra en mis sueños.
LA ÚNICA SALVACIÓN
Confesar mis mentiras me salvó… por ahora. Pero el Hombre Torcido no olvida. Cada vez que una mentira, por pequeña que sea, se escapa de mis labios, siento su presencia otra vez.
A veces, en el reflejo de un charco, veo su silueta detrás de mí. Otras, despierto con marcas de uñas en mis brazos.
Porque el Hombre Torcido no se va.
Solo espera.
Y cuando finalmente me lleve, no habrá arrepentimiento que me salve.
Solo me quedará recolectar.
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Había una leyenda en el pueblo de San Jerónimo que nadie se atrevía a mencionar en voz alta. Decían que cuando alguien mentía demasiado, El Hombre Torcido llegaba en la noche. No caminaba, no respiraba, solo aparecía al pie de tu cama, con su espalda doblada en un ángulo imposible y sus dedos largos y huesudos tamborileando contra el suelo.
Supe de él demasiado tarde.
Todo comenzó cuando le mentí a mi hermano pequeño, Lucas. Le juré que no había sido yo quien rompió su videojuego favorito, aunque lo había hecho en un arranque de ira. Él me creyó, pero algo en su mirada me quemó por dentro. Esa noche, soñé con una figura oscura observándome desde el rincón de mi habitación. Al despertar, encontré marcas de uñas en el piso, como si alguien hubiera arrastrado algo pesado hacia la puerta.
Las mentiras se acumularon. Le dije a mi madre que estaba enfermo para no ir a la escuela, le prometí a mi mejor amigo que no me gustaba su novia (mentira), y hasta engañé a mi abuela para quedarme con el dinero que me dio para mis estudios. Cada noche, el sueño se repetía: el Hombre Torcido se acercaba un poco más, su respiración entrecortada resonando en mis oídos como el sonido de un insecto aplastado.
Hasta que una noche, ya no fue un sueño.
Me desperté con un crujido en el cuarto. Allí estaba, encorvado sobre mí, su piel grisácea y pegajosa brillando bajo la tenue luz de la luna. Su boca no se movía, pero escuché su voz en mi cabeza:
— Tus mentiras me alimentan. Pero ahora… es hora de pagar —
Intenté gritar, pero mi voz había desaparecido. Sus manos se cerraron alrededor de mi cuello, no para estrangularme, sino para arrastrarme. Sentí cómo mi cuerpo se deslizaba de la cama, aunque luché con todas mis fuerzas.
— ¡No! ¡Lo siento! — logré balbucear
— ¡Le diré la verdad a Lucas! ¡A todos! —
El Hombre Torcido se detuvo. Su cabeza giró hacia mí con un crujido de huesos.
— Tienes hasta el amanecer —
Al día siguiente, confesé cada mentira. A mi hermano, a mi madre, a mi amigo. Las reacciones fueron duras, pero el alivio fue instantáneo. Esa noche, el sueño no vino.
Pero algo sí cambió.