El cementerio siempre me había parecido un lugar tranquilo, incluso hermoso en su propia y silenciosa melancolía. Pero todo cambió aquella tarde de noviembre, cuando cometí el error que me perseguiría hasta el último aliento.
Había ido a visitar la tumba de mi abuela, como hacía cada año en el aniversario de su muerte. El viento frío mecía las ramas de los ciprés, y las lápidas, desgastadas por el tiempo, parecían susurrar secretos entre ellas. Fue entonces cuando, sin pensarlo, empecé a leer los nombres grabados en las piedras.
"María González, 1924-1987"
"Jorge Mendoza, amado padre, 1950-2001"
"Lucía Vázquez, descansa en paz"
No sé por qué lo hice. Quizás por curiosidad, quizás por esa extraña fascinación que tienen los vivos por los muertos. Pero no sabía la regla más importante del panteón: nunca leas los nombres en voz alta.
-----
Al principio, no noté nada. Solo un escalofrío que atribuí al viento. Pero en el camino a casa, sentí que no estaba solo. Pasos sutiles detrás de mí, suspiros que no eran míos. Me detuve un par de veces, mirando sobre mi hombro, pero no había nadie.
Al llegar a mi apartamento, algo me hizo detenerme en el umbral. El aire dentro estaba más frío de lo normal, como si alguien hubiera dejado una ventana abierta en pleno invierno. Pero todas estaban cerradas.
Esa noche, mientras intentaba dormir, escuché un golpe seco en la pared de mi habitación. Me incorporé de un salto, el corazón latiendo con fuerza. Será la tubería, me dije. Pero entonces, un susurro rasgó el silencio:
— ¿Por qué me llamaste? —
Me quedé paralizado. La voz no venía de ningún lugar en particular, sino de todas partes a la vez, como si el aire mismo hubiera hablado.
-----
Los siguientes días fueron un descenso gradual hacia el horror. Las luces parpadeaban sin razón. Los espejos reflejaban figuras que no estaban allí cuando me daba la vuelta. Una mañana, encontré marcas de manos pequeñas y oscuras en el espejo del baño, como si alguien hubiera intentado salir de él.
Lo peor fueron los sueños. Soñaba con un pasillo infinito lleno de puertas, y detrás de cada una, una voz susurraba su nombre: *María, Jorge, Lucía…* Me despertaba con la sensación de que algo me observaba desde el rincón más oscuro de la habitación.
-----
Desesperado, busqué respuestas. En un foro de lo paranormal, un usuario anónimo me advirtió:
Cuando lees un nombre en el panteón, el espíritu cree que lo estás convocando. Te sigue a casa, se alimenta de tu energía, y si lees muchos… te consumen.
Eso explicaba por qué cada día me sentía más débil, como si algo me estuviera drenando la vida. Mis plantas se marchitaron de la noche a la mañana. La comida se pudría demasiado rápido. Incluso mi reflejo en el espejo parecía más pálido, más ajeno.
-----
Intenté deshacerme de ellos. Compré velas negras, salvia, incluso sal gruesa para marcar umbrales. Una medium me dijo que debía devolverlos al cementerio, pronunciando sus nombres otra vez junto a sus tumbas.
Pero cuando llegué, las lápidas que había leído… ya no estaban allí.
— Nunca existieron — susurró una voz a mi espalda — Solo somos ecos. Y ahora, somos parte de ti —
-----
Ahora escribo esto a la luz de una vela, porque la electricidad dejó de funcionar en mi casa hace horas. Las sombras se arrastran por las paredes, tomando formas humanoides. Susurran mi nombre — sus nombres — en un coro ensordecedor.
Sé que pronto no quedará nada de mí. Ya no soy solo yo. Somos muchos.
Y si alguien encuentra estas palabras, recuerda: NUNCA LEAS LOS NOMBRES EN EL PANTEÓN.
Porque ellos… siempre están hambrientos.