PRIMERA PARTE: EL HALLAZGO
El letrero oxidado de “Antigüedades Vázquez” crujió con el viento cuando empujé la puerta. Una campanilla desentonada anunció mi entrada, pero nadie vino a recibirme. El local olía a madera podrida, a tela enmohecida, a tiempo detenido.
Entre las sombras de los estantes abarrotados, algo llamó mi atención.
No fue el brillo (porque no lo tenía) sino la presencia. La cámara estaba arrinconada en una vitrina polvorienta, como si alguien la hubiera escondido a propósito. Su cuerpo de metal negro estaba gastado, con arañazos que contaban décadas de abandono. Pero el lente… el lente estaba demasiado limpio, como si alguien lo hubiera estado puliendo en secreto.
— ¿Interesado en esa reliquia? —
La voz me hizo saltar. El dueño del local, un hombre delgado, de piel cetrina y ojos hundidos, había aparecido detrás del mostrador sin hacer ruido. Sus dedos largos y huesudos jugueteaban con un paño sucio.
— Sí, es… peculiar — respondí, intentando sonar casual.
— No es para cualquiera — murmuró, sacando la cámara con una lentitud que me puso nervioso.
— Tiene historia —
— ¿Qué clase de historia? —
El hombre se quedó callado un momento, pasando el paño sobre el lente con movimientos casi rituales.
— En los años 40, un fotógrafo de retratos la usó en un pueblo al norte. Decían que sus imágenes eran demasiado reales. Que capturaban algo más que la luz. — Hizo una pausa y me miró fijamente.
— Desapareció. Dejó solo una caja llena de fotos… y sus modelos nunca volvieron a ser los mismos —
Una risa nerviosa escapó de mis labios.
— ¿Y supuestamente es esa cámara? —
— No lo supongo — respondió, deslizándola hacia mí — Lo sé —
El metal estaba frío al tacto, demasiado frío para estar en una habitación sin ventilación. Al sostenerla, sentí un latido sordo, como si algo dentro de ella estuviera vivo.
— ¿Cuánto? —
El hombre esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos.
— Para usted… veinte dólares —
Era absurdo. Una pieza así, con esa supuesta historia, valía diez veces más.
— ¿Tan barata? —
— No es el precio lo que importa — susurró, acercándose tanto que pude oler su aliento a menta rancia.
— Es el intercambio —
No entendí qué quiso decir. No quería entenderlo. Pagué rápido, ansioso por salir de allí.
Fue solo cuando crucé la puerta que escuché su última advertencia, susurrada como un secreto que ya era demasiado tarde para evitar:
— No te fotografíes a ti mismo —
Y entonces, la campanilla sonó de nuevo.
Esta vez, no había entrado nadie.
SEGUNDA PARTE: LA PRIMERA FOTOGRAFÍA
La cámara descansaba sobre mi escritorio, absorbiendo la tenue luz de la lámpara como si se alimentara de ella. A pesar de la advertencia del anticuario, la curiosidad me carcomía. ¿Una cámara maldita? ¿Fotografías que robaban algo más que un instante? Todo sonaba a un cuento barato, pero algo en su peso, en ese frío anormal, me decía que no debía subestimarla.
Decidí empezar con algo simple.
Apunté hacia mi gato, Oliver, que dormitaba en el sofá. Ajusté el enfoque, respiré hondo y disparé.
Flash
Un destello cegador, más brillante de lo normal, iluminó la habitación por una fracción de segundo. Oliver se irguió de golpe, los ojos dilatados, el pelaje erizado. Maulló, pero no era su sonido habitual, era un quejido gutural, como si algo lo hubiera lastimado. Luego, se quedó quieto, mirándome fijo, sin pestañear.
— ¿Oliver? — llamé, acercándome con cautela.
El animal no se inmutó. Solo seguía observándome, con una intensidad que me hizo retroceder.
Algo está mal.
Decidí ignorarlo, atribuyéndolo al susto del flash. Revelaría la foto al día siguiente y vería qué había capturado.
Pero esa noche, soñé con la cámara.
En el sueño, estaba en un cuarto oscuro, revelando fotografías en un líquido espeso que olía a cobre. Las imágenes emergían lentamente: rostros distorsionados, bocas abiertas en gritos silenciosos. Y entonces, una mano huesuda surgió del líquido, agarrando mi muñeca con una fuerza sobrenatural.
Desperté sobresaltado, con el corazón a punto de estallar.
Oliver estaba sentado al pie de mi cama, mirándome.
No se había movido en horas.
A la mañana siguiente, fui al laboratorio de revelado que aún quedaba en el centro. El dueño, un viejo gruñón llamado Ernesto, tomó el rollo con desinterés.