Escalofrios

PURGATORIO

El frío fue lo primero. No el frío del invierno, sino un frío óseo, eterno, que se había instalado en lo más profundo de mi ser. Luego, el olor. A humo de neumáticos, a gasolina derramada y a algo metálico, dulzón… a sangre.

Abro los ojos. No es una decisión, es un acto reflejo que se repite una y otra vez, como el latido de un corazón que dejó de latir hace ya… ¿cuánto? No sé. El tiempo aquí no avanza.

Estoy en el coche. Mi coche. El Volvo gris que elegí por su seguridad. La ironía es una aguja de hielo en el pecho. La radio está encendida, sintonizada en una emisora que emite una canción de los 80, una melodía alegre y despreocupada que siempre me levantaba el ánimo. Ahora es la banda sonora de mi pesadilla.

– Mira el camino, Eli –

La voz de Clara, mi mujer, suena tensa. No la miro. No necesito hacerlo. Sé que tiene las manos apretando el volante, los nudillos blancos. Sé que su hermoso perfil está contraído por la preocupación. Lo sé porque lo he visto un millar de veces.

Giro la cabeza hacia la ventanilla. Es de noche. La carretera serpentea a través de un bosque negro, comiéndose los faros del coche. Las líneas reflectantes brillan como huesos bajo la luna.

– Tranquila, cariño. Sólo son diez minutos más – digo.

Mis palabras son un eco, un guión grabado a fuego en mi alma.

Es entonces cuando lo veo. Un destello en la cuneta. Algo roto. El reflejo de un faro en un cristal astillado. Mi corazón, o su fantasma, da un vuelco. Sé lo que viene. Intento gritar, intento avisarle, pero mi boca se mueve por voluntad ajena.

– Clara, ten cuida… –

El impacto es un trueno que desgarra el universo. No es un sonido, es una fuerza primordial que nos aplasta. El mundo da vueltas. Una coreografía de metal retorciéndose, de cristales estallando en mil estrellas afiladas. Veo el árbol, un roble centenario, acercarse a mi ventana con una lentitud obscena. Siento el crujido de mis huesos, un sonido seco como ramas quebradas. El dolor es un relámpago blanco que lo consume todo y luego… silencio.

Silencio y frío.

Durante un eterno suspiro, no hay nada. Solo la negrura y el frío que todo lo impregna. Soy una conciencia flotando en la nada, un grito ahogado en el vacío.

Luego, el frío se intensifica. El olor a gasolina y sangre regresa. Y un zumbido… el zumbido de la radio, ahora solo estática, un sonido de insectos electrónicos royendo los restos de mi cordura.

Abro los ojos.

Estoy en el coche. La radio suena una canción de los 80. Clara está tensa al volante.

El ciclo ha comenzado de nuevo.

Así ha sido desde… no lo sé. Las repeticiones se funden unas con otras. A veces, en los breves instantes de negrura entre un final y un nuevo principio, recuerdo fragmentos. Esto es el Purgatorio. No un lugar de llamas o demonios, sino una celda de tortura psicológica construida con los escombros de tu propia tragedia. Un alma que tuvo un final violento, atrapada en el bucle infinito de su último momento de terror. Hasta que alguien, en el mundo de los vivos, le dé luz a tu alma y rece por ti.

La idea era mi único consuelo, mi única esperanza en este infierno personal. Pero con el paso de las repeticiones (¿días? ¿años? ¿siglos?), esa esperanza se fue agrietando. ¿Quién iba a rezar por mí? Mis padres habían muerto antes que yo. No teníamos hijos. Clara… Clara estaba aquí conmigo, atrapada en el mismo bucle, pero su alma era un eco, una parte de la decoración de mi pesadilla. La verdadera Clara, su esencia, ¿dónde estaba? ¿Había trascendido? ¿O estaba en su propio Purgatorio, reviviendo el impacto desde su lado del coche?

La desesperación comenzó a enraizarse, más profunda incluso que el frío. Nadie venía. Nadie nos recordaba. Éramos fantasmas de una tragedia de carretera, una nota a pie de página en una crónica de sucesos amarillenta.

Hasta que algo cambió.

Fue en la repetición número… no importa el número. Fue la repetición en la que, tras el silencio posterior al choque, antes de que el ciclo se reiniciara, lo oí.

No era la estática de la radio. No era el crepitar de los cables eléctricos fundidos. Era una voz.

Débil, lejana, como llegando a través de un océano de algodón.

– …por su alma… –

La negrura me absorbió de nuevo antes de poder comprenderlo.

En la siguiente repetición, forcejeé. Durante el choque, mientras el metal se retorcía, intenté concentrarme, intenté aferrarme a ese recuerdo de la voz. Y cuando llegó el silencio, allí estaba otra vez.

Un poco más fuerte. Una voz femenina, anciana, temblorosa.

– …y por la de su esposa, Clara, les rogamos, Señor, que les concedas la paz eterna… –

Un sollozo se formó en mi garganta, un sonido que no había hecho en incontables ciclos. ¡Alguien estaba rezando! ¡Alguien nos recordaba! La luz. Por fin, una rendija de luz en esta oscuridad perpetua.

Las repeticiones se volvieron diferentes. El terror no disminuyó, el dolor no cedió, pero ahora tenía un propósito. Esperaba con ansia el momento del silencio, ese breve interludio entre la muerte y el renacimiento, para oír a la anciana. Su nombre era Elisa, lo supe de alguna manera, como si su plegaria trajera consigo un destello de su esencia. Era la viuda de un guardabosques que había encontrado nuestros nombres en una pequeña cruz de madera, ya carcomida, que alguien había puesto años atrás en el lugar del accidente y que el tiempo y los elementos habían casi borrado.



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En el texto hay: relatos de terror

Editado: 05.10.2025

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