El olor a tierra mojada y cobre viejo es lo primero que regresa cada vez. Es el olor de la maldición. No la recuerdo, por supuesto; sucedió hace más de cien años, pero la llevo en la sangre como una semilla venenosa esperando a germinar. Mi bisabuelo, un hombre avaricioso y de pocos escrúpulos, le robó las tierras a un viejo chamán en los montes de Oaxaca. La leyenda familiar, susurrada en funerales y nunca en cumpleaños, cuenta que el hombre, demacrado y con ojos que no eran del todo humanos, lo miró fijamente y escupió unas palabras en una lengua olvidada.
"No robarás mi tierra, pero tu linaje me pertenecerá. Tu sangre será mi sangre, y tu familia, mi guarida. Hasta que el último de los tuyos se deshaga bajo la luna."
La maldición del nahual.
No afecta a todos por igual. Es caprichosa, como un relámpago. A mi tío abuelo Sebastián se lo llevaron una noche de luna llena. Solo encontraron su ropa, rasgada desde dentro, y un rastro de huellas que no eran humanas ni de animal conocido que se adentraba en el bosque.
Mi prima Ana, a los diecisiete, empezó a tener pesadillas tan vívidas que una mañana despertó con el torso cubierto de un vello oscuro y espeso que se desvaneció con la luz del día. Se ahorcó en el granero antes de la siguiente luna nueva. Somos una familia que vive marcada por los ciclos lunares, contando los días, susurrando en las noches oscuras.
Yo, Santiago, pensé que me había librado. Llegué a los treinta sin un solo episodio, sin una pesadilla fuera de lo común. Atribuí las historias a la superstición, a la locura colectiva que a veces azota a las familias con pasados turbulentos. Me mudé lejos, a una ciudad de asfalto y luces de neón donde la luna es un reflejo pálido y difuso en los cristales de los rascacielos. Creí que la maldición necesitaba del silencio de los montes, de la oscuridad verdadera, para florecer.
Me equivoqué.
Comenzó con los sueños. No pesadillas, no al principio. Soñaba que corría. Sentía la tierra húmeda bajo mis… patas. Olía todo: el miedo de un conejo a un kilómetro de distancia, la fragancia dulzona de una flor nocturna, la electricidad estática de una tormenta lejana. Me despertaba con el corazón encogido, pero intacto. Luego vinieron los sentidos. Mi olfato se volvió obscenamente agudo. Podía oler la enfermedad en el sudor de un compañero de trabajo, la mentira en el perfume de una mujer. Los sonidos de la ciudad se convirtieron en un martilleo constante en mis sienes; el claxon de un coche era un grito desgarrador, la música del bar de abajo una tortura.
Y la luna. Empecé a ansiarla. A buscarla en el cielo cada noche, sintiendo una atracción física, una necesidad visceral de que su luz me bañara. Mi piel comenzó a picarme, una comezón profunda, como si algo intentara reorganizarse desde el interior de mis músculos, de mis huesos. Me miré al espejo una madrugada y por un instante, menos de un parpadeo, vi mis pupilas contraerse en vertical, como las de un gato.
El miedo me llevó de vuelta a la casa familiar, una estructura decrépita al borde de los montes. Mi abuela, la única que aún vivía allí, me recibió sin sorpresa. Sus ojos, velados por cataratas, parecían ver más que los míos.
— Es tu turno, Santiago — dijo, su voz un crujido de hojas secas.
— La luna está casi llena. No puedes luchar. Solo puedes esconderte —
Me encerré en el sótano la noche del plenilunio. Reforcé la puerta con barras de hierro. Oscuridad total. Solo mi respiración entrecortada y el latido de mi sangre, que no parecía mi sangre, sino algo más antiguo, más salvaje, bombeando con furia en mis venas.
Al principio fue solo dolor. Un dolor insoportable que me retorció en el suelo de tierra. Sentí cada hueso quebrarse y reformarse, cada articulación dislocarse y encajar de una manera nueva. Mi mandíbula se estiró con un crujido húmedo, mis dientes se afilaron presionando contra mis labios, cortándolos. Grité, pero el sonido que salió de mi garganta no era humano; era un aullido ronco, de angustia infinita. Mi piel se rasgó. No metaforicamente. Se rasgó, y de debajo emergió un pelaje húmedo y oscuro. Mis manos se convirtieron en garras que se clavaron en la tierra fría.
La conciencia no se fue. Eso era lo más aterrador. No me volví un animal irracional. Yo estaba dentro de esa… esa cosa. Era un prisionero en un cuerpo que no me pertenecía, pero que al mismo tiempo sentía más mío que el que había tenido durante treinta años. Todos los instintos, los olores, los sonidos, se amplificaron hasta el éxtasis y el terror absolutos. El olor a tierra mojada y cobre viejo era abrumador. Era mi olor.
La bestia que era yo golpeó la puerta con una fuerza sobrehumana. Las maderas crujieron, las barras de hierro se trocierion con un chirrido metálico. Salí a la noche.
La luna me bañó y fue como beber agua helada después de décadas de sed. Corrí. Corrí como en mis sueños, pero ahora era real. El mundo era un caleidoscopio de olores y sonidos. Olfateé el miedo en una cabra en una granja cercana. Era un olor dulce, irresistible. El animal baló, aterrorizado, cuando salté la valla. No fue un ataque por hambre. Fue por placer. Por la pura, brutal alegría de la caza. Sentí su calor vital apagarse bajo mis fauces, y una parte de mí, la parte humana, gritó de horror, pero la bestia rugió de triunfo.