Escalofrios

EL EXPRESO

CAPÍTULO 1: LA ESTACIÓN DE LAS SOMBRAS

La niebla no era natural. No flotaba; se arrastraba por los andenes de la estación de Glenwood como un animal cauteloso, gruesa y oleosa, teñida de un tono amarillento por las luces de sodio que parpadeaban con intermitencia nerviosa. Eran las 2:58 AM del 31 de Octubre, y el mundo parecía haber exhalado su último aliento. Para Leo Varga, este era el epílogo habitual de sus interminables turnos en la fábrica de plásticos. Caminaba con la cabeza gacha, el cuerpo un saco de huesos doloridos, la mente anestesiada por el monótono rugido de las máquinas. Su único ancla a la cordura era el último tren, el de las 3:05, que lo llevaría a su apartamento de soltero y a un sueño sin sueños.

Se detuvo bajo el reloj de la estación, cuyas manecillas parecían haberse quedado atascadas por la fatiga universal. Entonces, lo oyó. No el zumbido eléctrico y moderno, sino un sonido arcaico, un chirrido de hierro contra hierro que surgía de las entrañas de la tierra, acompañado de un traqueteo siniestro que le recordó a carretas fúnebres. Un viento frío, que no soplaba de ninguna dirección concreta, le erizó el vello de los brazos.

De la cortina de niebla emergió una bestia mecánica. Era un tren de vapor, pero de una pesadilla. Su locomotora era un monstruo de carbón brillante y bronce oxidado, con faros que no proyectaban luz, sino dos conos de penumbra absoluta. Los vagones, una cadena de ataúdes rodantes de un negro azabache, se extendían más de lo que el ojo podía ver. Las ventanas no eran de cristal, sino de una sustancia oscura y nacarada que a veces se ondulaba, como si algo en su interior presionara para salir. Y en el frontal, donde debería ir el número, una calavera de hierro forjado, con cuernos retorcidos, despedía un tenue resplandor fosforescente, verde como los ojos de un gato en la oscuridad.

Se detuvo con un siseo de vapor que no era caliente, sino gélido, cristalizando el aire húmedo en motas de hielo. Las puertas, de madera tallada con figuras de seres atormentados, se abrieron sin un sonido, revelando un vacío oscuro y prometedor. Leo, con la mente entumecida por el cansancio y una curiosidad malsana que nace del agotamiento extremo, subió. Fue un acto automático, un error monumental cometido por un piloto en coma. Las puertas se cerraron a sus espaldas con un chasquido sordo, y el tren comenzó a moverse, adentrándose no en un túnel, sino en una oscuridad absoluta que devoró por completo la estación de Glenwood.

CAPÍTULO 2: LOS CONDENADOS

El interior era una opresión para los sentidos. El aire era espeso y olía a flores podridas, a incienso de funeral y a un hedor metálico y dulzón, como de sangre vieja y carne chamuscada. Los asientos eran de terciopelo granate, desgastado hasta mostrar la trama pálida debajo, como piel despellejada. Pequeñas lámparas de gas, encerradas en faroles de vidrio sucio, proyectaban sombras danzantes y alargadas que se contorsionaban en las paredes de madera panelada.

Leo se hundió en un asiento al fondo, tratando de hacerse pequeño. El vagón estaba aparentemente vacío, pero una sensación de presencia abarrotada lo asfixiaba. Entonces, uno por uno, como fantasmas revelándose en una placa fotográfica, los otros pasajeros se materializaron.

No fue instantáneo. Fueron condensándose a partir del aire frío, sus formas ganando solidez desde una transparencia neblinosa. Un hombre de mediana edad, con un traje de ejecutivo de los años 50, impecable excepto por el hollín negro que manaba constantemente de un agujero de bala en su sien. Una mujer joven, vestida con un elegante flapper de los locos años 20, su rostro una máscara de porcelana agrietada por el miedo, con los ojos vacíos como pozos sin fondo. Un niño, no mayor de seis años, que mecía una muñeca de porcelana a la que le faltaba la cabeza, canturreando en un susurro ronco:

– Duérmete, niño, duérmete ya... o el hombre de la cadena te llevará.. –

Ninguno de ellos miraba a Leo. Sus miradas estaban clavadas en el vacío, viendo horrores privados, reviviendo sus pecados capitales en un bucle eterno de remordimiento. El ambiente vibraba con su desesperación silenciosa, una frecuencia baja que resonaba en los huesos de Leo.

CAPÍTULO 3: EL RECOLECTOR

El tren se detuvo en seco, sin el menor aviso, en un lugar que no era de este mundo. No había andén, solo una plataforma de roca basáltica que crujía bajo un peso invisible, emanando un calor seco y sulfúrico. Afuera, el paisaje era un desierto de ceniza bajo un cielo de tormenta perpetua, sin estrellas, sin luna.

Las puertas se abrieron. Y Él subió.

Era alto, demacrado, envuelto en una capa negra que no reflejaba la luz, sino que parecía absorberla, creando un vacío a su alrededor. No tenía rostro; donde debería estar, solo había un remolino de sombras más oscuras. De sus largos dedos, pálidos como gusanos, colgaban varias cadenas de un metal negruzco que goteaba una sustancia alquitranada y humeante. No caminaba; se deslizaba, y a su paso, el aire se volvía más frío y la desesperación más densa.

Era el Recolector.

Se detuvo frente al hombre del traje. No hubo palabras. Una comprensión terrible pasó entre ellos. El hombre se levantó, un temblor incontrolable sacudiendo su forma espectral. Una súplica muda se congeló en sus labios. El Recolector alargó una de sus cadenas y, con un movimiento que era a la vez delicado y brutal, la enlazó alrededor del cuello del hombre. Un sonido desgarrador, el eco de un alma siendo desgajada de su última ilusión, llenó el vagón. La forma del hombre se distorsionó, se comprimió y fue absorbida por el eslabón, que brilló con un fulgor rojo siniestro durante un instante. El Recolector descendió y se perdió en el yermo de ceniza. El tren arrancó de nuevo.



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En el texto hay: relatos de terror

Editado: 27.10.2025

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