¡Hermanos, amigos, almas que nos acompañan!
Nos han enseñado que la muerte es un adiós. Un punto final. Un vacío. Pero nuestros antepasados, con una sabiduría que le habla a lo más profundo del corazón, nos legaron una verdad más luminosa: la muerte no es el fin, es sólo un cambio de camino.
Hoy no bajamos la voz. Hoy no vestimos de luto riguroso. Hoy, con el sol naranja del cempasúchil y el humo sagrado del copal, encendemos una fiesta. Una fiesta para la memoria.
Este altar que levantamos no es un monumento de tristeza. Es una mesa puesta con el amor más grande. Es un puente de pétalos que tendemos sobre la oscuridad, para decirles a aquellos que se adelantaron: "¡Acérquense! ¡La puerta está abierta, su lugar está listo!".
Aquí está su comida favorita, porque sabemos que el alma también recuerda los sabores. Aquí está el agua para su sed, la sal para su esencia, y la luz de estas velas para que su camino sea claro y gozoso.
Y en cada calaverita de azúcar, en cada pan compartido, hay un mensaje: no tenemos miedo. No tenemos miedo de nombrarlos, de reírnos con sus anécdotas, de llorar con su ausencia y, sobre todo, de mantenerlos vivos en cada historia que contamos.
Porque un ser querido muere por segunda vez sólo cuando es olvidado. Y nosotros, hoy y siempre, nos negamos a ese olvido.
Así que levantemos nuestras copas, con lo que sea que tengan. Brindemos no por la muerte, sino por la vida eterna que les damos en nuestro recuerdo. Brindemos por este reencuentro gozoso, por este lazo de amor que ni la misma muerte es capaz de romper.
¡Que vivan los que nos faltan! ¡Que viva la vida que nos legaron! ¡Que viva esta tradición que nos enseña que, en el corazón de los que se quedan, los que se fueron… jamás se van!
¡Salud, y Bienvenidos a casa!
LOS MORALES
El aroma a copal se enredaba con el dulce perfume del cempasúchil, creando una atmósfera que no era de tristeza, sino de íntima y alegre expectación. En el corazón de la casa de los Morales, en la sala donde siempre se reunían, se erguía, colorido y rebosante, el altar de muertos. No era un monumento a la pérdida, sino un puente vibrante hacia la memoria.
Alma, la matriarca, con sus manos surcadas por el tiempo pero firmes, dirigía la ceremonia doméstica con la solemnidad de un general y la ternura de una abuela.
– Tu abuelo era un hombre de gustos definidos – le decía a su nieta, Luci, una niña de ocho años con ojos curiosos.
– Le encantaba el orden. Primero, las velas, para que su alma no tropiece en la oscuridad –
Luci, en puntillas, colocaba las velas blancas con una concentración épica. Su hermano mayor, Diego, de quince años y una actitud que pretendía ser de fastidio pero que se resquebrajaba por momentos, extendía el mantel blanco, representando la pureza y el luto.
– ¿De verdad crees que el abuelo va a venir, mamá? – preguntó con una voz que intentaba sonar escéptica.
Alma sonrió, sus ojos se perdieron un instante en la foto de un hombre de bigote generoso y sonrisa pícara que presidía el altar.
– No viene como tú piensas, mijo. Viene en el recuerdo, en el olor de su comida favorita, en la alegría que sentimos al recordarlo. Es su día, es nuestra fiesta para recibirlo –
La construcción del altar era una coreografía perfecta. Doña Carmen, la hermana de Alma, llegó con sus brazos cargados de cempasúchil.
– ¡Los más naranjas que pude encontrar! – anunció.
Juntos, Alma, Luci y Diego deshojaron los pétalos, creando un camino que serpenteaba desde la puerta principal hasta el altar.
– Es para que el abuelo Julián no se pierda – explicó Luci a su perro, que observaba con la cabeza ladeada, como si también entendiera la magia del momento.
Luego llegó la ofrenda, la parte más personal, la que convertía el altar en un diálogo. Alma colocó con cuidado la botella de mezcal que a Julián le gustaba saborear los domingos. Diego, recordando las interminables partidas de dominó, puso sobre la mesa el juego de fichas de marfil que heredó. Luci aportó un trompo de madera, porque el abuelo, a sus setenta años, aún le había enseñado a bailarlo en el suelo.
Pero el alma del altar, literalmente, era la comida. La cocina era ahora un santuario de olores terrenales y celestiales. Doña Carmen guisaba el mole, esa salsa espesa y compleja que era la firma de Julián en vida.
– Le ponía un toque de chocolate amargo extra, para cortar la dulzura – decía Carmen, removiendo la olla con movimientos rítmicos.
El aroma del pan de muerto, horneado por la vecina, se colaba por la casa, una promesa de azúcar y anís.
Cuando todo estuvo listo, el altar era un espectáculo de vida y color. Los niveles, representando el mundo terrenal y el espiritual, rebosaban de frutas de temporada, calaveritas de azúcar con el nombre de cada familiar (incluida "Lupita", la perrita), el agua para saciar la sed del largo viaje y la sal para la purificación. La foto de Julián, en el nivel superior, parecía observar la escena con una sonrisa de satisfacción.
Al caer la noche, la familia se reunió alrededor del altar. Las velas titilaban, proyectando sombras danzantes en las paredes. En lugar de silencio, había música. Unos mariachis, amigos de la familia, llegaron discretamente y, sin mediar palabra, comenzaron a tocar Cielito Lindo, la canción que Julián siempre tarareaba mientras trabajaba en su taller.