La primera vez que sentí que me jalaban el cabello, estaba corrigiendo un manuscrito aburrido sobre teorías económicas. Era tarde, pasada la medianoche, y el único sonido en mi departamento era el zumbido lejano de la ciudad. Un tirón breve y frío, justo en la coronilla, como si un hilo de hielo se hubiera enredado y estirado. Me sobresalté, la mano voló instintivamente a mi cabeza. No había nada. Mi cabello castaño, siempre liso y largo, estaba intacto. Respiré hondo, atribuyéndoselo a un calambre, al cansancio de mirar la pantalla, a la soledad que a veces se materializa en sensaciones extrañas. Me equivoqué.
La semana siguiente, los tirones se intensificaron. Ya no eran un evento aislado, sino una persecución sutil. En la cocina, mientras hervía agua para el té, un jalón firme cerca de la nuca me hizo derramar la taza. En el baño, cepillándome los dientes, vi en el espejo cómo un mechón se alzaba por sí solo, como si una mano invisible lo estuviera probando. El miedo empezó a echar raíces en mi estómago, una planta venenosa que crecía con cada sacudida. Empecé a buscar explicaciones racionales: estática en la alfombra, corrientes de aire, quizá un tumor cerebral que provocaba alucinaciones táctiles. Pero en el fondo, sabía que era algo más. El tirón tenía intención.
Pasaron los días y la presencia se volvió más audaz, más cruel. Ya no esperaba a que estuviera despierta. Me despertaba en la oscuridad helada de la madrugada con la sensación de que alguien se sentaba a mi lado en la cama y jugueteaba con mi cabellera, enrollándola en dedos que no podía ver. El dolor se volvió real, punzante. Mi cuero cabelludo estaba constantemente dolorido, enrojecido, como si me hubieran puesto una corona de espinas. Y el cabello… empezó a caer. No en la forma difusa de la alopecia, sino en mechones enteros, arrancados de cuajo. Los encontraba en mi almohada, gruesos y grotescos. El desagüe de la ducha se tapaba con madejas oscuras que parecían arañas muertas.
Me miré al espejo una mañana y no pude contener el grito. Mi rostro, pálido y demarcado por el insomnio, estaba enmarcado por un escaso y desigual pelambre. Podía ver mi piel a través de él. Parecía un campo devastado después de un bombardeo. El pánico se apoderó de mí por completo. Dejé de trabajar. Dejé de salir. Las persianas permanecían cerradas, sumiendo mi mundo en una penumbra perpetua. Me puse gorros, pañuelos apretados, pero los tirones los atravesaban como si no existieran. La entidad, o lo que fuera, no se dejaba disuadir por barreras físicas.
La noche del horror total, ya casi no me quedaba cabello. Solo unos pocos y quebradizos mechones se aferraban a un cuero cabelludo llagado y sangrante. Me había refugiado en el baño, el lugar más pequeño, creyendo que allí me sentiría más segura. Me acurruqué en el rincón, entre la taza del inodoro y la bañera, temblando de miedo y frío. El aire era gélido, un frío que calaba los huesos y no provenía de ningún ventilador.
Fue entonces cuando lo vi o más bien, lo percibí. En la bañera, una mancha de oscuridad más densa que la penumbra comenzó a tomar forma. No era un fantasma con sábana, era algo mucho peor. Era una silueta de pura malevolencia, una ausencia de luz con peso y propósito. Y en ese momento de terror absoluto, un conocimiento horrible floreció en mi mente, como si la propia entidad me lo susurrara al alma. No era una maldición aleatoria. Me habían hecho un trabajo. Un trabajo de muerte.
El nombre de Elisa, una mujer de la que no pensaba desde la universidad, surgió de mi memoria como un relámpago venenoso. Ella, con su obsesión por la santería y la magia negra, a quien yo había ridiculizado y humillado públicamente por sus "creencias de gente ignorante". Su rencor, alimentado durante años, había encontrado una salida. No me estaba maldiciendo con mala suerte. Me había enviado un muerto. Un nkisi, un espíritu atado a un propósito único: llevarme con él al otro mundo. Y estaba usando mi cabello como un ancla, como un cable de remolque hacia la tumba. Cada mechón arrancado era un hilo menos que me unía a este plano, un paso más cerca del suyo.
El entendimiento fue un dolor más insoportable que cualquier tirón. No luchaba contra una fuerza impersonal, sino contra un asesino sobrenatural con un mandato específico. La figura en la bañera se solidificó, y una presión inmensa, fría como la losa de una tumba, se posó sobre mi pecho. Sentí un jalón final, no en los restos de mi cabello, sino en el centro mismo de mi ser, como si mi alma fuera un diente flojo a punto de ser extraído. Un susurro rasgó el silencio, un sonido a polvo y huesos: "Es hora".
No sé cómo sobreviví a esa noche. Creo que el canto de un gallo lejano, la primera luz filtrándose bajo la puerta, algo rompió el hechizo por un momento. La presencia se disipó, dejando solo el frío penetrante y el olor a tierra húmeda. Me arrastré fuera del baño, completamente calva, con la piel marcada por moretones que no me había hecho ninguna mano humana.
Eso fue hace tres años. He intentado de todo. Médicos que me diagnosticaron estrés postraumático y alopecia areata extremadamente rara. Psiquiatras que me llenaron de pastillas que no ahuyentaban al muerto. He visitado curanderos en pueblos remotos, sacerdotes de todas las confesiones. Los que saben, los que de verdad ven, me lo confirmaron con lástima en los ojos. "Hija, es un muerto enviado. Atado a ti con tierra del cementerio y un objeto personal. Quien lo hizo ya murió, pero el enviado… el enviado no descansa hasta cumplir su tarea. No se puede deshacer. Solo… esperar."