Mi nombre es Leo Vásquez, y soy un restaurador de libros. He dedicado mi vida a rescatar historias del olvido, a devolverles la dignidad al papel y a la encuadernación. Creía entender el lenguaje silencioso de los tomos antiguos, el susurro de la historia que contienen. Pero estaba equivocado. No conocía el verdadero susurro, ese que no proviene de la tinta, sino del vacío que hay detrás de ella.
Todo comenzó con una subasta de objetos peculiares en una mansión decadente a las afueras de la ciudad. Entre ediciones raras y grimorios polvorientos, mi atención fue capturada por un volumen singular. No tenía título en el lomo, ni en la portada. Su encuadernación era de un cuero suave y pálido, de un tono beige casi nacarado, que se acariciaba con una sensualidad perturbadora. En las esquinas de las tapas, unas filigranas de plata bruñida dibujaban espirales que parecían moverse si las mirabas de reojo. Era un objeto de una belleza serena, inocente. Perfecto.
Gané la puja por una suma irrisoria. El subastador, un hombre de mirada evasiva y manos temblorosas, me lo entregó con una brusquedad que rozaba el miedo.
– Especial, este – masculló, sin mirarme a los ojos.
– Se lo llevó un erudito hace años. Dicen que se retiró a una cabaña, que ya no ve a nadie – No le di importancia. Los coleccionistas somos gente excéntrica.
Esa noche, en mi taller, lo coloqué bajo la luz de mi lámpara de trabajo. El libro emanaba una calma hipnótica. Al abrirlo, la calidad del papel me sorprendió; era grueso, sedoso, con un leve aroma a almendras amargas y algo más… a ozono, como el aire después de una tormenta. Las páginas estaban en blanco.
No, no del todo. Al pasarlas con cuidado, descubrí que la primera página, la que suele contener la dedicatoria o el título, tenía una única frase escrita en una caligrafía elegantísima, con una tinta de un negro profundo que parecía absorber la luz:
"Cada alma es un párrafo único. ¿Quieres ser parte de la historia?"
Una sonrisa se dibujó en mis labios. Qué encanto más macabro, pensé. Un libro que invita al lector a convertirse en su autor. Quizás era un diario filosófico, un artefacto para meditaciones profundas. Movido por una curiosidad profesional y un hormigueo de intriga, tomé mi pluma estilográfica. No sé qué me poseyó, pero en lugar de escribir mi nombre, tracé una sola palabra: "Leo".
La tinta de mi pluma se secó sobre el papel. Y entonces, la página absorbió las letras. Literalmente. Vi cómo el negro de mi escritura se hundía en la fibra blanquecina hasta desaparecer sin dejar rastro. Un segundo después, nuevas palabras comenzaron a formarse, brotando de la página como si la tinta emergiera desde las profundidades del propio libro. No era mi letra. Era la misma caligrafía impecable de la frase inicial.
"Leonardo Vásquez. Restaurador. Solitario. Temes a la irrelevancia. Bienvenido a la biblioteca."
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿Cómo? ¿Cómo podía saber eso? La sorpresa se mezcló con una fascinación malsana. Pasé la página. La siguiente ya no estaba en blanco. Estaba llena de un texto denso y apretado. Comencé a leer.
No era una historia cualquiera. Era la vida de Alistair Finch, el erudito del que me había hablado el subastador. Pero no era una biografía; era una inmersión. Sentí su obsesión por el libro, las noches en vela, la creciente sensación de que las palabras no solo se leían, sino que lo observaban. El texto describía sus pensamientos más íntimos, sus miedos más profundos, su terror a envejecer y ser olvidado. Y luego, el párrafo final. Lo leí con los ojos desencajados.
"Alistair llegó a la última línea. Ya no veía la habitación. Veía el interior del libro, un paisaje de pesadilla hecho de tinta y susurros. Sintió un tirón, no en su cuerpo, sino en su esencia. Un vacío que lo aspiraba. La página bajo sus dedos dejó de ser papel para convertirse en un fango negro y frío. Su último pensamiento terrenal fue un nombre: Elise, su hija, a la que nunca volvería a ver. Y entonces, su conciencia se desgarró en un grito silencioso, convirtiéndose en una palabra más en el eterno murmullo."
Al terminar el párrafo, un sudor frío empapaba mi frente. El relato era demasiado vívido, demasiado específico. Un truco, tenía que ser un truco elaborado. Tal vez una especie de tinta reactiva al calor o a la humedad. Pero en el fondo de mi ser, una voz gritaba que era real. Que Alistair no se había retirado. Había sido archivado.
La obsesión se apoderó de mí. Días y noches se fundieron. Descubrí que el libro tenía un índice, pero no de capítulos, sino de nombres. Alistair Finch era solo uno de los más recientes. Había decenas. Siglos de almas atrapadas. Y el libro me tentaba. "Sigue leyendo", parecía susurrar. "Conoce sus historias. Aprende."
Leí sobre una mujer en la época victoriana, una medium cuyo mayor miedo era la soledad eterna. El libro se lo concedió, atrapándola en un vacío donde su único compañía era el eco de su propio terror. Leí sobre un soldado de la Primera Guerra Mundial, atormentado por las caras de los que mató. El libro los reunió a todos en una trinchera infinita dentro de sus páginas. Cada historia era un descenso a un infierno personal, un psicodrama eterno donde el miedo fundamental del lector se hacía realidad con una precisión cruel.
El libro era una criatura viva, un depredador que se alimentaba de almas. Su belleza era el cebo, y su interior, el digestor. Las almas no morían; sufrían, conscientes para siempre, añadiendo su agonía a la energía del libro, haciendo que su poder de seducción fuera mayor con cada captura.