Los hermanos Douglas, Emily y Katashi, comenzaron a bajar las escaleras con una lentitud inusual en su accionar. El aire de la casa se sentía denso, cargado de una quietud ominosa. Las cosas estaban muy extrañas, definitivamente la vida estaba dando un gran giro, un torbellino que arrastraría todo a su paso, y ellos, en su inocencia o su dolor, aún no lo sabían por completo.
La vida de muchas personas estaba a punto de cambiar para siempre. Un velo de ignorancia cubría al mundo, solo un par de ojos, los que veían más allá, sabían lo que estaba por ocurrir, y esos ojos no eran los de ellos.
Emily observó con el ceño completamente fruncido aquel vestido que poseía, una prenda brillante y nueva que, sin embargo, se sentía como una jaula. No le gustó, no quería usar eso, pero fue obligada, la voluntad de su madre una fuerza inquebrantable.
La jovencita no quería pensar en nada de lo sucedido, en los extraños gritos de la noche, en los ojos de Katashi, en la urgencia de su padre. Pero el descubrimiento de aquel misterio bajo el suelo de su habitación era un ancla que la arrastraba. Su mente se encontraba completamente absorbida por aquel enigma que debía resolver, una promesa silenciosa que le había hecho al diario. Las cosas se estaban descontrolando, una espiral descendente, pero ella, en su burbuja infantil de curiosidad y preocupación, aún no lo sabía del todo.
La mano de la niña acariciaba la madera pulida de la barandilla de la escalera, le gustaba sentir todo lo que la rodeaba, aferrarse a lo tangible. Emily era una niña valiente, una fortaleza insospechada en un cuerpo pequeño. Era dura con la realidad y las personas, una coraza temprana, pero ella sabía con una claridad cristalina lo que deseaba, lo que sentía.
Ella era una niña única, especial, y mucho más con sus palabras; esas palabras que, muchas veces, no salían de sus labios, pero se encontraban bullendo dentro de su mente, un torrente de pensamientos, y, muchas veces, solo lograba sacarlas con la escritura. Esas letras, oraciones y párrafos que escribía en su diario, su confidente silencioso, contaban una historia, contaban muchas más cosas de las que alguna vez logró imaginar, un eco de verdades ocultas.
Quizás sus palabras no eran muy bonitas, no eran especiales o complicadas, no seguían las reglas de los adultos, pero eso no hacía falta cuando tenías una mente única como la suya.
Emily lucía una sonrisa amplia, una máscara bien ensayada, pero falsa, a comparación de la de su hermano, que aunque dolida, era más auténtica. Las cosas que pasaban por su mente no eran cosas buenas, ni malas. Era algo único que solo ella sabía dentro de sí, un jardín secreto. Su mirada desolada desplazaba el dolor que sentía a un lugar oscuro dentro de su corazón, un lugar donde solo ella sabía y sabrá, un abismo personal.
El hermano de Emily alzó una ceja, observando a su hermana que parecía estar perdida en la nada misma, en sus propios pensamientos. Los pasos que ella daba eran lentos, arrastrados, por lo que su hermano comenzó a frustrarse por aquella situación tan tensa. Respiró hondo, un esfuerzo consciente, y guardó el odio que sentía, la amargura de la guerra, en lo más profundo de su alma.
Ese hombre que parecía ser correcto, estable y audaz, con la rectitud de un soldado, no era más que un matón de la guerra, un alma marcada por el horror, un espectro de lo que fue. Katashi era joven, pero vio cosas que ningún ser humano debería ver en su vida, imágenes grabadas a fuego en su mente.
Había cosas que deseaba olvidar por el bien de su familia, memorias que lo asfixiaban. Él aún pensaba que quizás en su vida había una oportunidad para seguir adelante, para liberarse de las cadenas del pasado, y luchar para crear y ser un padre de familia numerosa, orgullosa y prestigiosa, un sueño de normalidad.
Emily fijó su mirada en la de su hermano y esperó que él dijera lo que tenía guardado dentro de sí, aquella carga que lo consumía. Ella sabía que su hermano tenía muchas cosas que decir, verdades que lo asediaban, y por ese motivo esperó, en silencio, hasta que él hablara de una vez por todas.
—Sé que esa sonrisa que posee tu rostro no es más que una falacia, una mentira que usas para ocultarte, pero debería ser real —Su hermano hizo una pequeña pausa, el aire tenso entre ellos, para luego agregar—: después de todo, yo estoy aquí, ¿no? No quiero ver que mi hermana no es feliz por una tontera como la de esta calidad. No eres más que una niña, pero como tal debes sonreír y hacer lo que tus superiores digan. Emily, lo sabes bien, pero no quieres estar a la altura de las circunstancias. —La voz de su hermano era dura, cortante. La estaba retando con sutileza, con una frialdad inesperada.
La morena alzó una ceja, asimilando las palabras de su hermano. No esperó que eso fuera cierto, que él le hablara de esa manera. Esas palabras que nunca imaginó que saldrían de los labios del chico. Todo se estaba volviendo completamente raro, y ella ya no sabía qué era la realidad, qué era el juego, qué era la verdad.
—Pensé... —Murmuró ella, sus palabras ahogadas por la sorpresa, pero él no quiso oír más salir de los labios de ella.
Katashi fue el primero en bajar el último escalón. Le tendió la mano a su hermana con la espera de que ella la tome. Cuando Emily lo hizo, la pequeña sonrisa de Katashi, casi un vestigio de su antiguo yo, se dibujó sobre sus labios, y se miraron fijamente a los ojos; esa mirada de complicidad que ambos sostenían era magnífica, un lazo inquebrantable en medio de la tempestad.
—Sonríe —comentó él, una orden suave, pero firme.
Emily, como buena hermana, sonrió con delicadeza, una chispa de obediencia en sus ojos, pero la falsedad aún se adhería a su rostro. Ella detestaba hacer lo que le dicen, la rebeldía brotaba en su interior, pero cuando se trataba de su hermano o de su familia, haría lo que fuera por ellos. No lo dudaría, no importaba lo que fuera el sacrificio. Emily haría cualquier cosa por ellos; en lo que respecta, ella era muy parecida a su padre. Tenía muy poco de Ivanna, pero ese poco era el necesario para continuar con vida, para sobrevivir.
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Editado: 08.07.2025