¡escapa!

Capítulo cuatro: La muerte puede ser una aliada de la vida

El sonido ensordecedor de las sirenas —policías, bomberos, criminalistas, incluso abogados que parecían brotar de la nada— provocó que la joven Emily abriera sus ojos de par en par. El dolor de su cuerpo la mantenía en un mundo diferente, un limbo de sufrimiento, pero al sentir que la subían a una camilla, la realidad la golpeó, despertándola de golpe.

Observó a la gente con temor, sus ojos escudriñando los rostros borrosos. Su mirada, llena de una inocencia rota, se posó sobre las sábanas blancas que cubrían a los cuerpos sin vida de sus padres y Katashi. Una lágrima solitaria, caliente y salada, se desprendió de sus ojos, trazando un camino por su mejilla sucia. Se sentó de golpe, sintiéndose un poco mareada, pero la necesidad de un último adiós era más fuerte que cualquier malestar.

Los paramédicos le hicieron una seña, intentando que volviera a su lugar, que permaneciera inmóvil, pero Emily deseaba ir con su familia. En un arrebato de desesperación y amor, se puso de pie y corrió, sus pequeñas piernas moviéndose con una fuerza insospechada, hacia el cuerpo de su madre.

Negó una vez, la cabeza agitándose, el mundo girando. Negó dos veces, un murmullo de incredulidad. Negó tres veces, la negación una barrera contra la verdad.

Se abrazó al cuerpo sin vida de aquella mujer que le dio la vida, hundiendo su rostro en su hombro inerte. Inhaló profundamente, suspiró por última vez la fragancia de su madre, un aroma a lavanda y hogar, porque de ese modo, creyó, podría tener un poco más de ella, una última conexión antes de que todo se desvaneciera.

—Perdóname, mami. No fui una buena hija en todo este tiempo… —murmuró, las palabras un lamento desgarrador que solo ella y el cuerpo frío de su madre pudieron escuchar.

Las personas allí, los profesionales y los curiosos, se dieron cuenta de que algo estaba ocurriendo, que la escena no era solo un accidente. La intensidad del dolor de la niña, su conexión con los fallecidos, les llamó demasiado la atención. Nadie sabía nada sobre aquella familia, solo lo poco que se hablaba por las calles, susurros y chismes. El "qué dirán" había pintado todo el vecindario, pero de nada bueno. Solo cosas macabras y sin sentido que un par de personas, movidas por el aburrimiento y la malicia, habían inventado sobre los Douglas. Ahora, esas habladurías se sentían extrañamente proféticas.

Un policía se acercó a la niña, su mano extendida en un gesto de consuelo, pero Emily, con la fuerza de un animal acorralado, lo empujó con todas sus fuerzas y salió corriendo hacia la oscuridad de los árboles. Ante tal arrebato, los médicos, con miradas de preocupación, supusieron que era momento de tomar medidas elevadas: le darían un calmante, la sedarían para su propio bien.

Todos se pusieron a buscarla por todas partes, rastreando cada centímetro del pueblo, adentrándose en la periferia, hasta que se toparon con El Pantano Ross, un lugar que ya cargaba con sus propios oscuros secretos. Un hombre de la búsqueda, en su prisa y desesperación, no le dio importancia al ambiente lúgubre y se adentró a buscarla por esos prados pantanosos. Caminó entre la vegetación húmeda hasta que sus ojos se toparon con un cuerpo sin vida flotando entre los juncos, y supo, con una certeza helada, que Emily estaba muerta. Soltó un grito que rasgó el silencio de la mañana y, casi de inmediato, la policía, alertada por el estruendo, estaba a su lado.

—¿Qué ha pasado, señor? —Preguntó un oficial, su voz tensa, sin despegar la mirada de los ojos del hombre, buscando una respuesta en su horror—. Señor, necesito que me diga lo que vio.

El sujeto, con una mirada de enfermo, sus ojos inyectados de terror, señaló el fango con su dedo índice tembloroso. El policía observó minuciosamente y se dio cuenta de que no se trataba de la niña que estaban buscando; el cuerpo era de una mujer joven, desconocida, pero supo que, al parecer, ahora tendrían un nuevo caso.

El pueblo se estaba volviendo un lugar oscuro, una sombra se cernía sobre Hope. Las cosas ya no eran como antes, ahora, en un solo día, ya había dos casos sin resolver, o mejor dicho, tres. Por un lado, la familia Douglas estaba muerta y su matón también. Por el otro lado, había un cuerpo sin vida de una joven. Y, por si fuera poco, se sumó el caso de la desaparición de Emily, una pieza clave que se había desvanecido.

El policía agarró su comunicadora, el frío metal en su mano, y decidió informar sobre el nuevo cadáver: —Atención, un civil acaba de encontrar un cuerpo en el Pantano Ross. Femenino, joven, causa de muerte indeterminada.

—Recibido, enviaremos a los criminalistas de inmediato. Mantengan el perímetro —respondió la voz al otro lado, con una urgencia creciente.

En un dos por tres, casi la mitad de los que se encontraban en la búsqueda de la niña, ahora se encontraban obteniendo pistas del nuevo cadáver. Nadie reconoció a la joven muerta, ya que parecía estar hace mucho tiempo allí, su rostro desfigurado por el agua y el tiempo.

—Según lo que puedo ver, esta mujer lleva muerta dos noches —dijo uno de los criminalistas, sus guantes blancos moviéndose con precisión.

—¿Dos noches? ¿Cómo es posible que nadie viera nada en un lugar tan concurrido? ¿Quién era ella? —preguntó otro, el desconcierto en su voz.

Todos los profesionales se miraron, nadie comprendía la situación, el rompecabezas se volvía más complejo.

El hombre que encontró el cuerpo corrió fuera de la escena, alejándose de toda la barbarie y la muerte, su mente al borde del colapso. Ese sujeto no lograba soportar la presión del momento, ya no encontraba momento de escapar, hasta que se detuvo en seco al oír la voz de un niño, un susurro que lo arrancó de su propio tormento.

—Mi papá… —murmuró una pequeña voz, quebrada por el llanto.

El joven, el hijo del matón, se acercó al hombre mayor, su mano extendida, y lo tomó del brazo.

—Ayúdeme… —dijo el niño, sus ojos grandes y llenos de terror.



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En el texto hay: juegos prohibidos, pantano, misterios y secretos

Editado: 08.07.2025

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