¡escapa!

Capítulo ocho: El juego secreto

El rayo de luz que se colaba por la nueva rendija en la pared era una promesa parpadeante de escape y, al mismo tiempo, una trampa insidiosa. El corazón de Emily latía como un tambor desbocado en su pecho mientras se arrastraba hacia la abertura, sus pequeñas manos arañando la tierra suelta y las astillas de madera que bordeaban el precario hueco. El aire que venía de allí era diferente: más frío, cortante, pero también cargado con un tenue olor a azufre y a metal oxidado, una mezcla extraña y perturbadora que le revolvió el estómago. ¿Sería un escape hacia la libertad o simplemente otro nivel de su prisión, una ilusión cruel para mantenerla en movimiento?

Con un último empujón desesperado, Emily logró deslizarse por la estrecha rendija, raspándose los hombros y las caderas al pasar. Cayó con un golpe sordo sobre un suelo de piedra fría y húmeda, el impacto resonando en el vasto espacio. El pasillo que se extendía ante ella era mucho más ancho de lo que esperaba, un túnel cavernoso que se perdía en la penumbra. Estaba tenuemente iluminado por antorchas parpadeantes clavadas en rudos soportes de hierro en las paredes, arrojando sombras danzantes que se retorcían como fantasmas torturados. El olor a azufre era mucho más intenso aquí, casi irrespirable, y se mezclaba con un eco distante de voces, extraños cánticos y lo que sonaba como lamentos ahogados, un coro macabro que la ponía los pelos de punta.

Se levantó con dificultad, frotándose las rodillas raspadas y doloridas. El pasillo era un verdadero laberinto, con múltiples ramificaciones que se perdían en la oscuridad insondeable. Emily dudó, sus ojos buscando una señal, una dirección. ¿Qué camino tomar? Cada túnel parecía invitarla a un destino incierto. ¿Había alguien observándola desde las sombras, cada movimiento monitoreado? La voz de la habitación contigua le había dicho que "salvara su vida por la noche", que debía jugar el "juego". ¿Era este el inicio de la "cacería" de la que el secuestrador había hablado en el auto, una macabra búsqueda en la oscuridad?

De repente, un susurro gélido, apenas un soplo de aire helado, le erizó los cabellos de la nuca. Venía de una de las paredes de piedra, justo a su lado, tan cerca que sintió el vaho frío en su oído. Era apenas un murmullo, una voz infantil, pero llena de una desesperación profunda, de una resignación que la heló.

—Corre… Emily. Corre antes de que te encuentren… Ellos te están buscando… siempre buscan…

Emily dio un salto, el pánico apoderándose de ella, el corazón en la garganta. No había nadie visible. ¿Era una alucinación, un producto de su mente traumatizada? ¿O el eco de otra víctima, un fantasma atrapado en los muros de esa prisión subterránea? Se giró, buscando, pero solo encontró oscuridad y piedra. La rendija por la que había salido, su única vía de regreso, se había cerrado con un clic imperceptible, como si las piedras se hubieran vuelto a unir. Estaba atrapada en este nuevo laberinto. No había vuelta atrás. Tenía que seguir adelante, a cualquier costo.

Eligió un pasillo al azar, el que parecía menos oscuro y prometía una salida, y comenzó a caminar, sus pequeños pies descalzos chocando contra las piedras irregulares del suelo, cada paso resonando en el silencio como un tambor. Cada paso era un acto de valentía, un desafío a la oscuridad. A medida que avanzaba, los lamentos se hacían más audibles, más definidos, mezclándose con lo que parecían ser risas distantes, risas que no eran de alegría, sino de una crueldad helada y desprovista de emoción.

El pasillo desembocó abruptamente en una gran sala subterránea, cavernosa y húmeda, tan vasta que su eco se perdía en las alturas. Estaba iluminada por más antorchas, colocadas en pedestales de piedra, y por grandes hogueras centrales que arrojaban una luz naranja y distorsionada, haciendo que las sombras bailaran y se alargaran de forma grotesca. La escena que se reveló ante sus ojos la dejó sin aliento, no por asombro, sino por el horror que la invadió.

La sala estaba llena de gente, pero no era gente normal. Había hombres y mujeres encapuchados, vestidos con túnicas oscuras, que se movían con sigilo, observando la escena con una frialdad perturbadora. Sus rostros estaban ocultos en la penumbra de sus capuchas, pero sus miradas, cuando captaban algún destello de luz, parecían vacías. Y en el centro de la sala, atadas con cadenas oxidadas a gruesos pilares de piedra, había varias niñas, algunas incluso más pequeñas que Emily, otras apenas adolescentes. Sus rostros estaban pálidos, sus ojos vacíos, velados por el miedo y la desesperación, y sus cuerpos, cubiertos de arañazos, moretones y heridas abiertas, apenas se movían, como muñecas rotas. Algunas murmuraban incoherencias, otras solo sollozaban en silencio, sus lágrimas brillando a la luz de las antorchas. Todas ellas eran las "niñas desaparecidas" de Hope, las que los noticieros daban por muertas o perdidas. Y lo más escalofriante de todo: entre ellas, reconoció a la niña de la chaqueta de piel, su rostro ahora visible y marcado por el terror y el sufrimiento.

En un rincón de la sala, ligeramente elevado, un hombre alto, vestido con una túnica aún más oscura, permanecía inmóvil. Llevaba la misma máscara de porcelana blanca que Emily había visto en su celda, inexpresiva y aterradora. Observaba a las niñas con una extraña fascinación, como un coleccionista contemplando sus trofeos. A su lado, estaba otro hombre, sin máscara, de unos cuarenta años, con un rostro cincelado y una cicatriz profunda que le cruzaba la ceja, un rasgo distintivo que Emily recordaba con escalofriante claridad. Era el hombre que había matado a su padre. El hombre del perro. Mateo.

Emily se ocultó rápidamente detrás de una gruesa columna de piedra, su cuerpo temblaba incontrolablemente, el corazón latiéndole a punto de estallar en su pecho. Escuchó el eco de una voz femenina, familiar y escalofriante, que resonaba en la cavernosa sala, amplificada por alguna extraña acústica.



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En el texto hay: juegos prohibidos, pantano, misterios y secretos

Editado: 08.07.2025

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