¡escapa!

Capítulo uno: Un nuevo susto

El viento del este aullaba, un escalofrío que calaba hasta los huesos a kilómetros a la redonda. No era un frío cualquiera; era una presencia, una gélida caricia que se aferraba a la piel y susurraba promesas de escarcha. Pocos sintieron algo más que el entumecimiento en sus venas, pero el clima cambiaba bruscamente aquella noche, como si la propia atmósfera, densa de secretos y silencios, guardara los misterios inconfesables de quienes dormían.

Era temprano, mucho más que otras veces en las profundas noches de invierno, cuando un silbido agudo y miserable rasgó la quietud, penetrando los muros, los cristales y, finalmente, los sueños. Se colaba en las mentes de quienes dormían profundamente, construyendo mundos propios donde la realidad se desdibujaba en colores cálidos y fantasías reconfortantes. El mundo onírico era un refugio, un lienzo ilimitado donde la imaginación creaba nuevas realidades, libres de las ataduras del día. Pero para algunos, aquellos paisajes idílicos se teñían de desastre y muerte, presagios oscuros que se colaban sin permiso.

La escarcha en la ventana crepitaba, como si mil diminutos dedos arañaran el cristal. ¿O era el viento que, al colarse por las rendijas, gemía con una voz que helaba el alma, arrastrando gritos lejanos de niños en pena? Era un sonido que nadie, en su sano juicio, deseaba escuchar a esas horas, y mucho menos imaginar si lo que se oía era real, el eco de pobres almas desvalidas. Pero dentro de sus cómodas camas, la gente seguía hundida en sus sueños, absorta en visiones de colores vivos y esperanzas cálidas, ajena al lamento que la noche arrastraba. Personas vivas, con sentimientos profundos, que en su subconsciente se negaban a aceptar la cruda realidad exterior. Vivían con esa verdad, esa negación, tatuada en lo más hondo de su alma.

En la gran casa Douglas, de fachada pintoresca y colores vibrantes que la hacían destacar entre las demás del vecindario, todos dormían profundamente. Era una imagen de perfecta armonía familiar, una fachada cuidadosamente construida para el mundo exterior. Una familia numerosa y de prestigio, cuyos habitantes parecían convivir sin fisuras. Pero, como casi todos, también ellos guardaban secretos importantes, cargas ocultas que pesaban en el alma y que se esforzaban por mantener a salvo de la sociedad.

Nadie emitía sonido alguno. Al dormir, las discusiones, las preocupaciones del día, todo quedaba en pausa. Cada uno se sumergía en su propio mundo de sueños, un lugar sin reglas donde podían ser quienes desearan, sin interrupciones ni juicios. Era ese mundo etéreo el que, irónicamente, brindaba a muchos las ganas de seguir viviendo en la dura realidad que los esperaba al despertar. Allí, en los sueños, algunos incluso se sentían como dioses, dueños de su destino, aunque al final, la decisión más complicada era siempre la de despertar y esconderse de nuevo en el mundo real.

De repente, un fuerte estruendo resonó desde la planta baja de la casa Douglas. El sonido, un golpe sordo y potente, no solo despertó a la mitad del vecindario, sino que rasgó el velo de los sueños, forzando un brutal regreso a la cruda realidad.

El señor Douglas, el hombre de la casa, abrió los ojos de inmediato, el corazón latiéndole desbocado contra las costillas. No tardó en darse cuenta de que el ruido provenía de la planta baja de su propio hogar, un santuario que le había costado sudor y sacrificio conseguir y hacer suyo. No le importó llevar puesto su pijama; aquella vestimenta, impropia para un momento de tal gravedad, no le impediría moverse. Nadie está preparado para dar la vida por otro, pero al ver a su familia en peligro, una chispa, una valentía inusitada, le encendió las venas. El miedo lo invadió, no por lo que pudiera pasarle a él, sino por la impotencia de no poder proteger a sus seres queridos. La idea de que no podía hacer nada lo impulsó a buscar una solución, por remota que fuera. Una pequeña gota de agua al final de un desierto interminable.

Lo primero que pasó por su mente fue la palabra "robo". Por ese motivo, tomó su arma de debajo de la cama, fría y pesada en su mano, y se puso de pie con una rapidez que no sabía que poseía. En un dos por tres, ya bajaba las grandes escaleras de madera, que emitían un pequeño crujido bajo sus pisadas nerviosas y apresuradas. Su ceño se frunció de inmediato al ver a su hijo mayor, Katashi, llegar en condiciones poco favorables para su salud, tambaleándose al pie de las escaleras.

El jovencito, de ojos acaramelados verdosos que hacían juego con su cabello oscuro y su piel pálida como una hoja de papel, era esbelto pero de cuerpo formado y musculoso. Aún sostenía, con manos grandes y pesadas, una botella de cerveza vacía, o al menos eso parecía ser por la forma, pero el olor que desprendía era inconfundible.

Por un lado, el padre se alegró de verlo regresar, y sano y salvo; para él, eso era de suma importancia, una bendición. Pero al verlo ebrio, o al menos con unas copas de más, la alegría se trocó en ira y decepción. Sacó a relucir el lado autoritario y sobreprotector que poseía, una barrera que levantaba para ocultar su propia vulnerabilidad.

Katashi hizo una mueca de desagrado al ver a su padre tan peculiar y severo, con el arma en mano y los ojos oscuros. No podía imaginarlo de esa manera, tan distante, hasta que finalmente oyó lo que el hombre tenía que decirle. El joven parecía que se caería al suelo en cualquier momento; el olor a vodka que emanaba de su cuerpo era perceptible a la distancia. Su padre, con un suspiro de resignación, decidió preguntarle qué había bebido, pero al oír la respuesta inconforme y desafortunada de su hijo, negó con la cabeza, la frustración tiñendo su expresión.

El hombre de la casa había sido engañado, al menos eso era lo que su hijo mayor pensaba haber logrado en ese preciso instante de agonía. Una pequeña sonrisa, casi imperceptible, se dibujó sobre los labios del padre. Negó con la cabeza solo una vez, un gesto calculado para añadir un tono de suspenso y misterio a la tensa situación, y para pensar con claridad su siguiente movimiento. Uno divino, uno que dejara a su hijo al borde del mismísimo colapso nervioso. El hombre no era malo, ni mucho menos. Él no quería ser engañado, y menos por su propio hijo, a quien había criado y protegido hasta que pudo valerse por sí mismo.



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En el texto hay: juegos prohibidos, pantano, misterios y secretos

Editado: 08.07.2025

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