Escape de la bóveda

Cargamento

El viento suave de la tarde acariciaba las hojas de los árboles que rodeaban la casa elevada de Gemma. Desde lo alto, el aroma de las especias flotaba en el aire mientras ella removía con calma el contenido de una olla. La luz del atardecer se filtraba por las ventanas abiertas, llenando el espacio con un cálido resplandor dorado. A su alrededor, pequeños susurros y risas de los espíritus que había adoptado resonaban, mientras se preparaban para la cena.

Gemma miraba la comida en silencio, sus pensamientos enredados en los recuerdos del pasado. Había dejado atrás a Oliver y todo lo que él representaba, buscando una paz que nunca creyó posible. Había construido su hogar en las alturas, un refugio para ella y para aquellos que se unieron a su vida. Pero incluso ahora, mientras disfrutaba de la tranquilidad, las sombras de su antigua vida aún la acechaban.

—Quién diría que alguna vez pensé en quedarme allí —murmuró para sí misma, apretando con más fuerza la cuchara de madera.

De repente, la puerta de madera se abrió suavemente y una figura felina se deslizó dentro. Jagger, el espíritu tigre, la observaba con sus ojos penetrantes, sabiendo que algo la inquietaba.

—Has estado callada todo el día —comentó Jagger, apoyándose en el marco de la puerta—. ¿Estás bien?

Gemma sonrió débilmente, sin apartar la vista de la olla.

—Solo pensaba en cómo han cambiado las cosas desde que escapé —respondió—. Nunca imaginé que viviría así... con paz.

Jagger se acercó y se sentó a su lado, el peso de sus palabras colgando en el aire.

—Escapar de Oliver fue lo mejor que pudiste hacer. Aquí has encontrado una nueva familia, una nueva vida.

Gemma suspiró, asintiendo.

—Lo sé. Pero no puedo evitar preguntarme qué hubiera pasado si me hubiera quedado. Si no hubiera huido.

Jagger la observó en silencio, sus ojos reflejando una comprensión profunda.

—No pienses en eso. Lo que tienes aquí es real, más de lo que jamás habrías tenido con él. Tienes hijos que te aman y un hogar que tú misma construiste.

Gemma dejó la cuchara de lado y se giró para mirar al tigre.

—Tienes razón —dijo finalmente, con una sonrisa sincera—. Este es mi lugar.

Mientras tanto, a varios kilómetros de distancia, cuatro figuras corrían a través del espeso bosque. Diaval, Ryuho, Hiroshi, y Natter avanzaban con rapidez, saltando entre los troncos y esquivando ramas caídas. Sus respiraciones eran controladas, pero el brillo en sus ojos revelaba la urgencia de su misión.

—¡Vamos, tenemos que llegar al pueblo antes de que anochezca! —gritó Diaval, con sus alas negras extendiéndose brevemente al hacer un salto largo sobre una roca.

Ryuho, el más grande del grupo, miró hacia el cielo oscureciéndose.

—No hay tiempo que perder. Si no llegamos antes de que cierre el mercado, estaremos en problemas.

Hiroshi, el más joven, ajustó la bolsa que llevaba en la espalda y aceleró el paso.

—¿Y qué pasa si ya cerraron? —preguntó con inquietud.

Natter, siempre calmado, sonrió.

—Entonces improvisamos. Como siempre.

El grupo siguió corriendo, sabiendo que el tiempo era esencial, pero también conscientes de que, a pesar de los peligros y las dudas, juntos podían superar cualquier obstáculo.

Al llegar a la entrada del pueblo, Diaval, Ryuho, Hiroshi, y Natter se detuvieron. El sol se había ocultado casi por completo, y las primeras luces de las linternas colgadas en las calles comenzaban a encenderse. Con un gesto rápido y silencioso, cada uno de ellos cambió de forma, adoptando las pequeñas figuras de niños de no más de diez años. Sus ropas se ajustaron y sus rostros adquirieron una inocencia que ocultaba la verdadera naturaleza de sus espíritus.

—Es mejor así —susurró Diaval, ajustándose la gorra de lana que ahora llevaba—. Nadie sospecha de un grupo de niños.

Hiroshi bostezó de inmediato, frotándose los ojos con pereza.

—¿Por qué siempre tenemos que hacer esto justo cuando tengo sueño? —preguntó con voz apagada.

Natter observaba con atención cada movimiento a su alrededor, sus ojos evaluando a los aldeanos y las tiendas que aún seguían abiertas. Era cuidadoso, siempre en guardia, pero sin decir una palabra. Diaval, en cambio, no perdió el tiempo. Apenas pusieron un pie en las calles adoquinadas del pueblo, desapareció entre las sombras, sus ojos negros brillando con una chispa traviesa.

—Nos vemos luego, Ryuho —dijo con una sonrisa traviesa antes de escabullirse por un callejón.

Ryuho lo miró de reojo, sabiendo muy bien lo que Diaval planeaba.

—Ya está robando otra vez… —murmuró Ryuho mientras sacaba unas monedas de su bolsillo y se dirigía a la tienda más cercana.

El tendero lo saludó con una sonrisa al verlo entrar. Ryuho, siempre el más responsable del grupo, revisó los productos con calma, seleccionando lo que necesitaban de forma legal, mientras el tintineo de las monedas llenaba el ambiente. Mientras tanto, desde la esquina de una tienda, Diaval metía la mano ágilmente en los bolsillos de los transeúntes, sacando objetos pequeños sin que nadie se diera cuenta.

—Fácil —susurró para sí mismo mientras se guardaba una pulsera de plata en su bolsillo.

Hiroshi bostezaba de nuevo, arrastrando los pies detrás de Natter, claramente aburrido de la situación.

—¿Cuánto falta para irnos? —preguntó, sin muchas ganas de estar allí.

Natter, por su parte, seguía observando. No necesitaba actuar, simplemente se aseguraba de que no llamaran demasiado la atención. Siempre calmado, siempre vigilante.

Finalmente, Ryuho salió de la tienda con una bolsa de compras en la mano, y se dirigió al grupo.

—Todo listo. Y sí, lo pagué, por si te lo estabas preguntando —dijo, dirigiéndose a Natter.

Diaval apareció nuevamente, con una sonrisa burlona y los bolsillos más llenos que cuando llegó.

—Espero que hayas comprado cosas buenas —dijo, mostrando su botín sin ningún remordimiento.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.