Danae se encontraba en el rincón más apartado de la bóveda, sentada sobre un pequeño colchón desgastado. La luz tenue del lugar proyectaba sombras largas sobre las paredes de metal, mientras ella afilaba lentamente un cuchillo de guerra, el sonido del metal contra la piedra resonaba de manera metódica y constante. El cuchillo, grande y pesado, parecía fuera de lugar en las manos de una niña, pero para Danae, era una extensión natural de su cuerpo.
Su mirada estaba fija en el cuchillo, pero su mente estaba en otro lugar, perdida en recuerdos que aún la perseguían.
Flashbacks comenzaban a inundar su cabeza. Recordaba la época en que no era más que una cachorra indefensa, una pequeña criatura en medio de un caos del que no entendía nada. Sonidos de disparos resonaban en su mente, los ecos de gritos y explosiones que habían marcado sus primeros momentos de conciencia. En aquel entonces, todo había sido confusión, miedo y desesperación. Era solo un pequeño coyote, escondida entre los escombros de un edificio derrumbado, mientras el tiroteo rugía a su alrededor. El olor a pólvora y sangre llenaba el aire, y sus pequeños ojos, llenos de pánico, apenas podían comprender lo que estaba sucediendo.
Danae se estremeció un poco, pero no dejó de afilar el cuchillo. Su mente siguió vagando hacia el momento crucial en su vida: cuando todo cambió.
La imagen de Julián apareció en su mente. Ella, transformada en una niña de apenas cuatro años, aún confundida y asustada, había sido encontrada por él. Julián la había recogido de entre los escombros, pensando que era una niña indefensa, un ser humano frágil que necesitaba protección. En ese momento, ella había asumido la forma humana por pura supervivencia, sin comprender del todo el alcance de su propia naturaleza. Era solo una pequeña que buscaba refugio.
Julián, con su porte carismático y su seguridad implacable, había decidido que la protegería, que la cuidaría. Ella había sido su "rescate", su trofeo de guerra, aunque él no sabía quién o qué era realmente. Durante años, Danae lo había seguido, obediente y leal, atrapada entre su verdadera naturaleza como espíritu y la identidad humana que había adoptado para sobrevivir.
Los recuerdos seguían fluyendo, y cada uno de ellos afilaba algo más que su cuchillo: afilaba su determinación.
Sabía que su lealtad hacia Julián no era solo gratitud, sino algo más profundo, algo que ni siquiera ella podía entender del todo. Había una mezcla de respeto, miedo y... algo más que la hacía seguir a ese hombre. Tal vez, como Kira había dicho antes, estaba cegada por él, pero no podía permitirse dudar de sus decisiones ahora.
Danae detuvo el movimiento del cuchillo por un segundo, levantándolo para observar el filo. La hoja brillaba en la oscuridad de la bóveda, lista para cortar, para hacer lo que fuera necesario.
No era la misma cachorra indefensa de antes. Ahora, era una guerrera, criada en el caos y entrenada para sobrevivir. Y si eso significaba seguir las órdenes de Julián, lo haría, sin importar las consecuencias.
Danae afilaba el cuchillo con precisión, pero su mente se trasladaba a otro tiempo, a cuando era más joven, observando a los mercenarios de Julián practicar con armas. Estaba de pie junto a él, apenas una niña, pero ya fascinada por el poder que aquellas herramientas de destrucción otorgaban. Los disparos resonaban en el aire, y los hombres apuntaban a blancos distantes, mientras ella miraba con admiración.
—Déjame intentarlo, Julián —le había dicho una vez, sus ojos brillaban con determinación—. Puedo hacerlo, confía en mí.
Julián la observó en silencio, con una mezcla de sorpresa y algo más oscuro en su mirada. Danae era solo una niña, pero en sus ojos había una frialdad que él mismo había ayudado a forjar. No era el tipo de frialdad que se esperaba en alguien de su edad. Julián suspiró, mirando las armas con las que jugaban sus hombres. Él sabía que Danae tenía habilidades especiales, pero también le preocupaba en lo que se estaba convirtiendo.
—No es un juego, Danae —respondió, bajando la voz para no hacerla sentir humillada ante los otros—. Esto no es algo que puedas manejar como si fueran dardos.
Ella frunció el ceño. Estaba acostumbrada a demostrar su valía, a mostrarle a Julián que no tenía miedo. Desde muy joven, había aprendido a no retroceder ante nada, a ser fuerte en un mundo que solo respetaba el poder.
—No temo jugar con dardos, ni con armas —dijo con firmeza, con una confianza que superaba su edad—. Puedo hacerlo, te lo prometo. Solo... confía en mí.
Julián la miró durante un largo rato, su expresión se endureció mientras le daba la espalda a los mercenarios. El eco de los disparos se perdió en el viento, pero el peso de las palabras de Danae colgaba entre ellos. A él no le gustaba la idea de verla envuelta en todo aquello, pero sabía que no podía detenerla. Danae no era una niña normal, y era imposible tratarla como tal. Sin embargo, algo dentro de él se quebraba cada vez que la veía con una pistola o una cuchilla en la mano, como si cada arma que ella empuñaba representara una parte de su inocencia perdida.
—Me duele pensarlo, Danae —confesó finalmente, su voz más suave—. Me duele pensar en el día en que lances una bala de verdad. No sabes lo que haces cuando eliges ese camino.
Danae se quedó en silencio un momento, sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y algo más profundo, algo que Julián no terminaba de comprender. ¿Era inocencia todavía, o una ambición peligrosa? No lo sabía.
—Lo sé más de lo que crees —susurró Danae, mirando hacia las armas que tanto la atraían.
Para ella, lanzar una bala era un acto de control, de supervivencia en un mundo que no perdonaba a los débiles. Pero para Julián, representaba algo mucho más oscuro, algo que temía ver florecer en ella. A pesar de todo, sabía que no podía detenerla. Danae estaba destinada a tomar sus propias decisiones, y él solo podía esperar que no se perdiera en ese camino violento que tanto anhelaba.