Julián caminaba por el pasillo estrecho del camión, su rostro oscuro y sombrío mientras hablaba en voz baja con uno de sus hombres. Su tono era controlado, pero lleno de amenaza.
—Dánae... siempre ha sido una buena arma, obediente y eficaz. Pero esta vez, su desobediencia me ha dado problemas innecesarios —murmuró, deteniéndose para mirar a través de las pequeñas rendijas hacia donde los prisioneros estaban retenidos—. Si sigue así, lo mejor será... dormirla para siempre. No puedo permitirme que un arma defectuosa interfiera con mis planes.
El soldado a su lado asintió con una expresión seria, sin atreverse a interrumpir el flujo de las palabras de su superior. Julián, con el ceño fruncido, parecía más decidido que nunca a no tolerar ninguna debilidad.
Mientras tanto, en lo alto del aire, sobre los soldados que vigilaban la entrada del campamento, una figura negra y rápida surcaba el cielo con sigilo. Diaval, en su forma de cuervo, batía sus alas con determinación, sosteniendo con sus garras a Kira, que había tomado la forma de un hurón para reducir su peso y facilitar el vuelo. Desde arriba, ambos observaban la escena con cuidado.
—Sujétate, hurón parlanchín —croó Diaval entre dientes mientras volaba entre las sombras de las estructuras del techo, sus ojos dorados brillando con intensidad.
Kira, con su cuerpo ágil y pequeño, se aferraba a Diaval sin hacer un solo sonido, concentrado en mantenerse oculto y evitar que los soldados notaran su presencia.
—Vamos... solo un poco más —murmuró Diaval mientras se acercaban a una zona elevada de las estructuras de hierro que colgaban sobre el campamento. Con precisión, Diaval ascendió, batiendo sus alas lo suficiente como para aterrizar suavemente en las vigas del techo, alejados de la vista de los guardias.
Kira, transformándose de nuevo en humano una vez que estuvieron a salvo, se deslizó de las garras de Diaval y se puso de pie, estirando sus extremidades.
—Lo logramos. Ahora solo tenemos que esperar el momento adecuado —dijo Kira, su respiración agitada por la adrenalina.
Diaval, ahora también en su forma humana, se inclinó ligeramente para mirar desde las alturas a los soldados que patrullaban abajo.
—No sé si sea el mejor plan, pero es lo que tenemos —respondió Diaval, con una sonrisa que ocultaba su preocupación—. ¿Estás listo?
Kira le dio una palmadita en el hombro y asintió.
—No tenemos otra opción. Vamos a sacarlos de ahí.
Kira rebuscaba frenéticamente en la mochila que había recogido, sacando diversos objetos y armas. Finalmente, sus dedos encontraron un cuchillo que brillaba con un acero afilado. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en su rostro.
—¡Mira esto! —exclamó Kira, levantando el cuchillo en el aire con entusiasmo.
Diaval, mirando con una mezcla de curiosidad y preocupación, frunció el ceño.
—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó, levantando una ceja.
Sin responder, Kira dejó caer el cuchillo, que se deslizó entre sus dedos y fue a parar al suelo con un sonido sordo. En un instante, el arma encontró su destino inesperado: se incrustó en el pie de uno de los soldados que estaba de pie cerca de la entrada. El hombre soltó un grito agudo de dolor, el eco resonando en el aire mientras se tambaleaba, tratando de quitarse el cuchillo.
—¡Ahhh! ¡Maldita sea! —gritó el soldado, cayendo al suelo mientras disparaba su arma al azar, creando un caos inmediato.
Los demás soldados, alertados por el grito y el disparo, comenzaron a entrar en pánico. Las balas silbaban en el aire, y Kira y Diaval se agacharon rápidamente, buscando refugio detrás de la estructura metálica que los cubría.
—¡Esto no es lo que tenía en mente! —gritó Kira mientras se encogía, la adrenalina recorriendo su cuerpo.
—¡Cálmate y piensa! —respondió Diaval, mirando hacia la confusión que se había desatado en el campamento—. Necesitamos un plan.
Kira asintió, sintiendo la presión de la situación. Observó cómo los soldados disparaban a ciegas, mientras el grito del herido resonaba en el aire. Los otros hombres se agruparon, intentando organizarse en medio del desorden, pero el miedo ya había comenzado a sembrar la semilla del pánico.
—¿Qué hacemos? —preguntó Kira, su voz un susurro mientras miraba a Diaval, buscando respuestas en sus ojos.
—Debemos aprovechar el caos. Salgamos de aquí antes de que se recuperen —contestó Diaval, su mirada fija en la salida—. Tienes que seguirme y estar alerta.
Kira respiró hondo, tomando el cuchillo que yacía en el suelo y asintiendo con determinación. Sabía que el tiempo estaba en su contra, y no podía dejar que el miedo lo paralizara. Con un último vistazo a la escena caótica que se desarrollaba a su alrededor, Diaval tomó la delantera y ambos se prepararon para moverse, listos para escapar del fuego cruzado.
Después de unos momentos de caos total, el bullicio de disparos y gritos comenzó a desvanecerse. Kira y Diaval, todavía agachados detrás de la estructura metálica, se miraron con cautela. El ruido ensordecedor se redujo a un murmullo confuso, y un incómodo silencio comenzó a llenar el aire.
Con cautela, ambos se asomaron lentamente, sus ojos escaneando el área en busca de señales de movimiento. Lo que vieron los dejó sorprendidos: todos los soldados estaban en el suelo, inmóviles, algunos heridos y otros aparentemente desmayados. El campamento, que antes estaba lleno de actividad frenética, ahora parecía una escena congelada en el tiempo.
—¿Qué pasó? —preguntó Kira en voz baja, su mirada fija en los cuerpos esparcidos por el suelo.
Diaval, igualmente asombrado, se acercó un poco más para obtener una mejor vista. Con un gesto rápido, hizo un signo de silencio con la mano y comenzó a avanzar hacia el centro del campamento, sin decir una palabra.
Kira lo siguió de cerca, sin atreverse a hacer ruido. Sus pasos eran cuidadosos, tratando de no hacer crujir el suelo bajo ellos. Ambos sabían que no podían permitirse ninguna distracción ahora. Lo que había causado la repentina calma era un misterio, pero no estaban dispuestos a perder la oportunidad de avanzar.