Escape del Reflector

Exiliado

El viento cortaba el aire con un aullido agudo mientras la espesura del bosque cerraba su abrazo oscuro alrededor de María. Las ramas desnudas, como dedos retorcidos, arañaban su piel, y los sonidos del bosque nocturno se entrelazaban con el ruido de sus propios pasos apresurados. Cada respiro era un esfuerzo, un jadeo que se mezclaba con el llanto apagado de la bebé en sus brazos.

—Tranquila, pequeña —susurró María, intentando calmar a la criatura que cargaba contra su pecho. La bebé, con su cabello verde oscuro enmarañado y sus ojos dorados brillando a la luz de la luna, abrió sus diminutas alas de cuervo, agitándolas nerviosa al percibir el temor de su madre.

A lo lejos, los gritos del pueblo resonaban como un trueno lejano. Las antorchas titilaban entre los árboles, cada vez más cerca. Sabía que no tenía mucho tiempo. Si no llegaba a Beltrán pronto, todo estaría perdido.

—Resiste un poco más, mi amor —dijo María, apretando a la bebé con más fuerza. Podía sentir el calor de su pequeño cuerpo, el latido rápido de su corazón contra el suyo propio. La niña era un ser precioso y frágil, una mezcla imposible de carne y espíritu, de lo humano y lo sobrenatural. Y María sabía que, por muy rápido que corriera, no podría protegerla sola.

El camino se volvía más empinado, el suelo cubierto de raíces traicioneras que amenazaban con hacerla caer. El bosque parecía un laberinto, pero María había recorrido esos senderos antes. Conocía cada curva, cada recoveco oculto. Beltrán estaba cerca, lo sentía en sus huesos.

—Por favor, Beltrán... respóndeme... —murmuró, elevando su mirada al cielo nocturno, buscando una señal, cualquier indicio de su presencia. Pero el cuervo espíritu no apareció. El silencio del bosque era total, roto solo por sus propios pasos y el suave gimoteo de la niña.

María continuó avanzando, empujada por la desesperación, hasta que llegó a un claro. En el centro, un árbol antiguo se elevaba hacia el cielo, sus ramas curvadas hacia abajo como si intentaran tocar la tierra. Al pie del árbol, una sombra se movió, y María sintió que el corazón se le detenía.

—¡Beltrán! —exclamó, su voz quebrada por el alivio. La figura oscura se materializó, tomando la forma de un hombre alto, con ojos tan negros como la noche, y alas de cuervo que se desplegaron a sus espaldas con un suave batir. El espíritu se acercó, sus pasos silenciosos sobre el suelo cubierto de hojas muertas.

—María... —La voz de Beltrán era un susurro cargado de tristeza. Sus ojos recorrieron el rostro de la mujer y luego se posaron en la bebé que ella sostenía con tanto cuidado. La pequeña lo miró con ojos brillantes, reconociendo instintivamente a su padre.

—He venido a entregártela —dijo María, con la voz temblorosa—. Debes llevártela lejos de aquí, a un lugar donde no puedan encontrarla.

Beltrán extendió sus manos hacia la bebé, pero sus ojos permanecieron fijos en los de María. Había un dolor profundo en su mirada, una mezcla de amor y resignación. Tomó a la niña en sus brazos con una suavidad que contrastaba con su imponente presencia.

—¿Y tú? —preguntó él, aunque ya conocía la respuesta.

María esbozó una sonrisa triste, una que no llegó a sus ojos.

—Haré lo que debo hacer —respondió ella—. Ellos me seguirán a mí. No puedo permitir que te encuentren. —Su voz era firme, pero sus manos temblaban cuando acarició una última vez el cabello de la niña—. Cuídala bien, Beltrán. Ella es todo lo que me queda de ti.

—No tienes que hacer esto, María —insistió Beltrán, dando un paso hacia ella, pero María retrocedió.

—Sí, debo hacerlo —dijo ella, y en su voz había una determinación férrea—. Si muero, ellos la dejarán en paz. Es la única forma de salvarla.

Los gritos se acercaban, los perros del pueblo olfateaban el aire, siguiéndolos como si fueran presa. María sabía que no había más tiempo.

—Vete, ahora —dijo, su voz casi inaudible. Beltrán miró a la bebé una última vez y luego a María, una expresión de profunda tristeza en su rostro antes de dar un paso atrás, fundiéndose nuevamente con las sombras del bosque.

María esperó hasta que el espíritu desapareció entre los árboles antes de girarse y correr en dirección opuesta. Cada paso la alejaba más de la seguridad, más de la vida que una vez conoció. Pero también sabía que cada paso la acercaba a su destino final.

Los gritos se hicieron más fuertes, las antorchas iluminaron la oscuridad a su alrededor. Podía ver los rostros distorsionados por el odio y el miedo de aquellos que la perseguían. Su corazón latía con fuerza, no por temor, sino por la certeza de lo que iba a hacer.

Finalmente, se detuvo en el borde del claro. Los hombres del pueblo la rodearon, sus ojos ardiendo con la furia de aquellos que no entienden, que solo desean destruir lo que temen.

—¡Aquí está! —gritó uno de ellos, levantando su antorcha. La luz amarillenta brilló en los ojos de María, pero ella no se inmutó. Sabía que su sacrificio era necesario.

—Aquí estoy —repitió, levantando los brazos, permitiendo que la multitud se acercara—. Terminen con esto.

Los hombres avanzaron, y en ese momento, María cerró los ojos, entregándose al destino que había elegido. Las primeras piedras golpearon su cuerpo, los gritos se volvieron más intensos, pero María no los escuchó. En su mente, solo había paz. Sabía que Beltrán y la bebé estaban a salvo, lejos de ese odio insensato.

El dolor fue intenso, pero breve. Y cuando la oscuridad finalmente la envolvió, María sonrió. Había cumplido con su promesa. Había salvado a su hija. Y ahora, por fin, podía descansar.

Beltrán voló entre las sombras de la noche, su forma oscura deslizándose como un espectro por el aire. La bebé, acurrucada contra su pecho, se agitaba inquieta, sus pequeñas alas de cuervo revoloteando débilmente. Sus ojos dorados, llenos de un brillo inexplicable para su corta edad, parecían buscar algo en la inmensidad del cielo nocturno. Beltrán sentía su angustia, un lazo profundo que los unía más allá de la sangre y el espíritu.




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