Escape del Reflector

Dos opuestos

El bosque susurraba en la brisa fresca de la mañana. Los rayos de sol se filtraban a través de las hojas, creando un mosaico de luz y sombra en el suelo cubierto de musgo. Lance, un niño de 14 años con el pelo desordenado y la mirada curiosa, había estado explorando esa parte del bosque durante días, buscando aventuras y el refugio que siempre había anhelado. Su corazón joven y su espíritu inquieto lo llevaban a descubrir cada rincón de ese mundo salvaje.

Ese día, mientras se adentraba más en la espesura, escuchó un sonido que cortó el silencio: el llanto de un bebé. Sorprendido, se detuvo en seco, su mente procesando lo que acababa de oír. No podía ser; no había visto a otro ser humano en días. Intrigado, siguió el sonido, abriéndose paso entre las ramas y la maleza.

Finalmente, llegó a un pequeño claro, y lo que encontró lo dejó sin aliento. Allí, en una cama de hojas y musgo, yacía la bebé, con su cabello verde oscuro desparramado alrededor de su pequeña cabeza y sus alas de cuervo extendidas, como si fueran un manto protector. Sus ojos dorados brillaban con lágrimas, reflejando la luz del sol como pequeños espejos.

-¿Qué... qué es esto? -murmuró Lance, su voz apenas un susurro. Nunca había visto algo así; la criatura era extraordinaria, una mezcla de lo humano y lo místico. En vez de sentir miedo, una profunda curiosidad se apoderó de él. Se acercó con cautela, temiendo asustarla.

La bebé dejó de llorar al notar su presencia, y sus ojos se fijaron en él con una intensidad que parecía ir más allá de su corta vida. Lance se arrodilló a su lado, sintiendo el pulso de la vida en la pequeña.

-Hola... -dijo, tratando de sonar suave y tranquilizador-. Soy Lance. No te haré daño.

Con un gesto delicado, extendió la mano hacia la bebé, quien lo miraba con un asombro que resonaba en su pecho. Cuando su piel tocó la de ella, sintió un calor inusual, como si una chispa de magia hubiera atravesado su ser. Con mucho cuidado, comenzó a arrullar a la bebé, acunándola suavemente en sus brazos.

-No llores, pequeña -murmuró, sintiendo una conexión instantánea con la criatura. Su llanto había cesado, y en su lugar, una pequeña sonrisa iluminó su rostro.

Lance miró alrededor del claro, asegurándose de que estaban solos y que ningún peligro se acercaba. La idea de que una bebé tan especial estuviera abandonada en el bosque le rompía el corazón, y no podía dejarla allí.

-Necesitas un nombre, algo tan único como tú -dijo, pensando en lo extraordinaria que era la niña. Observando su aspecto peculiar, sintió que el nombre "Gemma" resonaba en su mente, como una joya que brilla en la oscuridad.

-Te llamaré Gemma -anunció, sonriendo al verla girar su cabeza hacia él, como si entendiera. El nombre parecía encajar perfectamente en su pequeña figura. En ese momento, Lance supo que estaba destinado a cuidarla.

Con ternura, comenzó a arroparla con una capa de piel que había llevado consigo, asegurándose de que estuviera cálida y cómoda en sus brazos. Gemma se acomodó en su pecho, y Lance sintió que su propio corazón se llenaba de una protección feroz hacia la niña.

-No te preocupes, Gemma -prometió, mientras el sol se alzaba más alto en el cielo, iluminando el claro con una luz dorada-. Te cuidaré y te protegeré. No volverás a estar sola.

Mientras el bosque vibraba con los sonidos de la vida, Lance sintió que su vida había cambiado para siempre. Había encontrado a alguien que necesitaba su ayuda, y en ese encuentro inesperado, había descubierto su verdadero propósito. Juntos, formarían un vínculo inquebrantable, y el bosque, con sus secretos y maravillas, se convertiría en su nuevo hogar.

La luz del sol comenzaba a declinar cuando Lance emergió del bosque, con la pequeña Gemma acurrucada contra su pecho, envuelta en su capa de piel. Cada paso hacia la ciudad era un recordatorio de lo diferente que se sentía desde que había encontrado a la bebé. La idea de llevarla a su hogar lo llenaba de un nerviosismo palpable, pero la emoción de cuidarla lo empujaba hacia adelante.

Al llegar a la pequeña ciudad, las calles estaban llenas de vida. Las familias regresaban a casa, los niños jugaban en las aceras y el aroma de la cena cocinándose flotaba en el aire. Lance se movía entre la multitud con cuidado, asegurándose de que nadie notara la presencia de la pequeña en sus brazos. Sabía que no podían llamar la atención; Gemma era especial y, si alguien la veía, podrían hacerle daño.

Sin embargo, mientras avanzaba por una de las calles, se topó de frente con su hermano menor, Oliver, que lo miraba con curiosidad y un poco de desconfianza. Oliver tenía apenas ocho años, pero su mirada era aguda, y siempre había sido un buen observador.

-¿Qué llevas ahí? -preguntó Oliver, frunciendo el ceño mientras apuntaba con su dedo a la capa que cubría a Gemma-. ¿Eso?

Lance se quedó paralizado por un momento, las palabras atascadas en su garganta. No quería que su hermano se asustara, ni que se metiera en problemas por su culpa. Sin embargo, la inocencia de Oliver también le daba la oportunidad de ser honesto, al menos en parte.

-Es... una bebé -dijo finalmente, intentando sonar casual-. La encontré en el bosque.

-¿Una bebé? -replicó Oliver, sorprendido y asombrado. Su voz se volvió un susurro lleno de asombro-. ¿Por qué tienes a "eso"?

Lance sintió un pinchazo en el corazón al escuchar la forma en que su hermano se refería a Gemma. No era "eso", era una niña, y era perfecta.

-No digas eso, Oliver. No es "eso", se llama Gemma -corrigió con firmeza, abrazando un poco más fuerte a la bebé-. La encontré sola y la traje a casa porque necesita ayuda.

Oliver miró a su hermano, sus ojos grandes y curiosos llenos de preguntas.

-¿Pero qué vamos a hacer con ella? ¿No deberíamos decírselo a mamá y papá?

Lance dudó. Sabía que sus padres se preocuparían si supieran que había traído a una bebé extraña a casa, especialmente una que parecía tan peculiar.




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