Escarlata Rebelde

6. Diana

Hoy, la arena está a reventar. Siempre ocurre cuando estrenamos un nuevo espectáculo, pero nunca tanto como hoy. Las colas para entrar daban dos vueltas al coliseo. Por suerte, Ergal no puso pegas en cedernos un par de filas en las gradas para que los niños pudieran ver el espectáculo. Lyra aseguraba que no iba a negarles nada a su mayor fuente de riquezas, y así ha sido.

Saber que están ahí me pone más nerviosa de lo que ya estoy. Después de cinco años, debería haber superado esto. Pero, al parecer, el pánico escénico no se esfuma tan fácilmente. Por suerte, cuando me centro en el combate, el resto del mundo desaparece. Solo que esta vez es distinto. Ellos están allí, y quiero demostrarles que hay una vida más allá del orfanato.

Mírame aquí, queriendo ser un ejemplo para ellos… ¿Quién lo diría?

Desde que la dama Lidia accedió a que vinieran, me he entrenado con más ganas que nunca. Ya no noto las rozaduras de los arneses tras tantas horas ensayando la escena del vuelo. Hemos tenido que pagar un sueldo extra a los tramoyistas por mi culpa, pero solo por ver sus caritas de asombro, habrá valido la pena.

Veo llegar a mis compañeras, envueltas en capas de terciopelo verde que ocultan nuestra indumentaria. Todas sonrientes. Me encanta este momento: ese minuto de silencio respetuoso, de expectación contenida, en el que formamos un círculo, inclinamos la cabeza y juntamos nuestras frentes. Es un instante de comunión entre nosotras.

Siempre le pido a Pelor que me ilumine con su luz y me guíe con su fuerza. Al principio me parecía una tontería, pero Lyra insistía en ello. A día de hoy, no sería capaz de salir a la arena sin este ritual.

El silencio se rompe cuando Lyra entona su frase con una energía inconfundible:

—¡Brillad, golpead y que no os despeinen!

—¡Escarlata Rebelde! —respondemos al unísono. Y allá vamos.

Las puertas se abren de par en par y nos dirigimos al centro de la Arena. El público ruge al vernos llegar. Las cinco torres se alzan majestuosas formando un amplio círculo y en el centro de la arena hay una pequeña tarima circular de dos alturas que recuerda a un sombrero de copa. La parte central ejerce de pódium al que nada más llegar Lyra se encarama. Las demás nos quedamos bajo, situándonos cada una en los distintos puntos cardinales.

Lyra levanta una mano y, de repente, el silencio se adueña de la arena. Aprovecho para recorrer con la vista al público... y allí los veo. Es el grupo de los mayores. Una docena de niños acompañados por Sigdoc, que parece disfrutarlo tanto o más que ellos.

—¡Ciudadanos de Erat! — comienza a proclamar Lyra con voz firme— . ¡Testigos de leyendas y buscadores de gloria! Hoy no contemplaréis una simple batalla, ni un duelo entre guerreros corrientes. Hoy seréis partícipes de un acontecimiento que hizo temblar los planos. Permitidnos transportaros a una era olvidada. Hace siglos, el velo que separa los planos se rasgó. El archidemonio Orcus, aprovechando esa debilidad, lanzó sus ejércitos sobre este mundo, sometiéndola al caos y la tierra ardió bajo su yugo.

Hace una pausa dramática, alzando una mano. Un leve brillo brota de sus dedos mientras su magia de bardo toma forma. El aire sobre la arena cambia y, de pronto, surge la imagen de una criatura colosal. El público contiene el aliento.

Ante ellos aparece un ser de cinco metros de altura, de torso musculoso y cubierto por un pelaje oscuro, salpicado de cicatrices de antiguas batallas. La piel rojiza y agrietada asoma en las zonas sin pelo. Su cabeza es la de un macho cabrío, coronada por cuernos retorcidos de un tono parduzco. Sus ojos brillan con un fulgor rojo y malévolo. De su hocico, surcado de colmillos, brotan vapores abrasadores. De su espalda emergen espinas retorcidas y sus piernas terminan en unas pezuñas monstruosas.

Algunos niños se agarran instintivamente a sus acompañantes. Lyra, con otro gesto teatral, disuelve la imagen. En su lugar, aparece una figura radiante que flota sobre la arena.

Ahora el público exclama asombrado al ver a una celestial de cabello dorado y ondulado, que cae en cascada sobre sus hombros. Su armadura, de un blanco iridiscente, refleja la luz del sol y está grabada con símbolos sagrados. De su espalda brotan alas inmensas, hechas de pura luz que ondean con majestuosa lentitud.

— Pero el Plano Celestial, atendiendo las súplicas de los moradores de este mundo — prosigue Lyra—, envió a Las Hijas del Amanecer. Guerreras bendecidas por la esencia divina y portadoras de la justicia.

La imagen se disipa de golpe, y toda la atención vuelve a recaer en nosotras. El corazón me martillea el pecho.

—Hoy, aquí, en esta arena, reviviréis esa batalla —anuncia Lyra, su voz resonando con fuerza—. Seréis testigos del choque entre el acero y la garra. Sentiréis el rugido del abismo y la canción de la luz. Y cuando la oscuridad parezca vencer… ¡alzad la vista! ¡Porque ellas no luchan por esta tierra, ni por el oro ni por la gloria! ¡Luchan… por vosotros!

Los tambores comienzan a retumbar con un estruendo que hace vibrar el suelo bajo nuestros pies. Al unísono, las cinco nos deshacemos de las capas de terciopelo, que caen a tierra revelando nuestras armaduras relucientes bajo la luz del sol.

Accionamos el mecanismo y las alas se despliegan con suavidad, atrapando la luz y haciendo que el metal brille. El público estalla en vítores.




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