Escarlata Rebelde

23. Diana

Creía estar preparada para esto, pero la visión macabra que nos recibe más allá de la puerta agrieta mi ya desgastada voluntad... Estoy segura de que cualquiera de los nueve infiernos se asemeja a lo que hemos encontrado.

El pasillo que se abre tras el mausoleo no es más que una gruta excavada en la roca húmeda. Aquí la oscuridad parece respirar, como una presencia tangible, y la luz que he vuelto a invocar en mi escudo apenas logra penetrarla. El olor a putrefacción es incluso más intenso, nublando nuestros sentidos hasta el punto de que me escuecen los ojos. A mi espalda escucho cómo Lyra trata de contener las arcadas. El corredor serpentea más adelante y el sonido de nuestros pasos y mi armadura resuenan con un eco inquietante.

Unos metros más adelante, a ambos lados, se abren dos huecos en la piedra. Pequeñas estancias apenas visibles entre las sombras. Cada una está cerrada por pesadas puertas de barrotes metálicos, oxidadas por la humedad y el tiempo. Entre los barrotes, solo se vislumbran cadenas entre montones de tela y ceniza. Restos de más no muertos que han sido expulsados. No puedo creer que haya llegado hasta aquí la onda de poder de la expulsión.

Seguimos avanzando en silencio, asimilando con dificultad lo que vamos encontrando. Más adelante, otro hueco en la pared nos muestra una imagen que me acompañará en mis pesadillas el resto de mis días. En el suelo, las esquinas, las paredes… cuerpos. Docenas de ellos. Elfos, enanos, humanos… adultos y niños. Algunos apenas huesos envueltos en jirones de piel, otros más recientes, hinchados y con la carne violácea. Muchos de ellos conservando aún la expresión de terror.

Hay marcas de tortura en casi todos. Brazos dislocados, dedos amputados, cortes precisos en lugares donde duele más que mata. Siento las lágrimas arder tras mis párpados ante semejante crueldad.

—¿Qué clase de monstruo sería capaz de algo así? —murmura Ceres a mi lado, con voz quebrada."

—Uno que no merece volver a ver la luz del sol —respondo con ira contenida.

Lyra se mantiene en silencio, muda ante la escena, con los ojos inexpresivos, tratando de asimilarlo. Asimilar que Elana tuvo que vivir este calvario aquí abajo, en la oscuridad, donde la luz de Pelor no podía alcanzarla. Ni a ella, ni a todas estas pobres personas.

No puedo consentir que estas almas, perecidas en la oscuridad, queden atrapadas aquí. Cierro mis ojos y, mientras con una mano sujeto mi sello, tratando de sentir el vínculo con mi Señor a través de tanta negrura. Extiendo la otra mano hacia la sala e invoco una plegaria:

—Pelor, Sol de justicia, que tu luz atraviese la muerte y libere a las almas atrapadas en la sombra. Purifica esta tierra profanada, ahuyenta la oscuridad y devuelve la paz a quienes aquí yacen. Que tu llama eterna brille donde reinó el silencio.

Durante un par de latidos, no consigo sentir nada y temo que no sea capaz de llegar hasta mí la luz de Pelor. Pero entonces lo siento abrirse paso entre la oscuridad, a través de mi mano. Primero como un tenue hilo de luz luchando contra la sombra, creciendo poco a poco hasta estallar en una claridad cegadora, un amanecer surgiendo desde mis dedos. El resplandor envuelve los cadáveres y las sombras que los cubren parecen disolverse. Algunos cuerpos exhalan un último suspiro etéreo, una bruma blanca y ligera que se eleva lentamente hacia el cielo, como si sus almas encontraran descanso. Durante unos instantes incluso me parece que el aire huele a incienso y tierra mojada por el rocío de la mañana. El silencio de la habitación se vuelve sagrado. Cuando la luz finalmente se desvanece, el lugar queda impregnado por una paz solemne.

—Gracias —me dice Lyra, rompiendo su silencio.

—Deberíamos seguir —nos apremia Ceres—. Terminemos con esto y salgamos de este maldito lugar.

Seguimos recorriendo el lugar, que no tarda en convertirse en un laberinto de pasillos estrechos, celdas vacías y oscuridad. Todo parece en silencio, así que avanzamos por instinto. En una bifurcación poco visible, a la izquierda, un pasillo más angosto se adentra hasta una puerta entreabierta.

—¿Veis eso? —susurra Lyra, señalando la tenue bruma verdosa que se escapa por la rendija.

Nos acercamos con cautela. Ceres empuja la puerta con una daga, revelando una pequeña cripta excavada directamente en la roca. Las paredes están desnudas y la sala está completamente a oscuras hasta que la luz del escudo entra junto a mí. En el centro de la sala, sobre una plataforma baja, reposa un viejo ataúd de madera. Sin nombre.

—Su refugio —murmuro, mientras observo los restos de neblina flotando a su alrededor.

Ceres se acerca con impaciencia y, con un gruñido breve y contenido, empuja la tapa, deslizándola hasta hacerla caer al suelo con un golpe seco.

El interior está lleno de niebla verde y oscura, girando sobre el cuerpo del vampiro. Me acerco para contemplar que la criatura se parece más a una momia que al ser que hemos visto hace unos momentos. Su piel, ahora de un gris enfermizo, está seca y correosa. Su cabello no es más que una amalgama quebradiza de mechones retorcidos, y sus ojos cerrados aparecen hundidos en sus cuencas.

—Todavía no ha regresado —digo—, pero lo hará.




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