Escarlata Rebelde

24.Ceres

El camino de vuelta al Pony Brincador ha sido tortuosamente silencioso. No caben palabras tras lo que hemos vivido. La taberna estaba vacía cuando llegamos; no en vano, apenas estaba amaneciendo. Rurik nos ha observado con curiosidad muda, pero no ha hecho preguntas. Posiblemente nuestros rostros le decían lo suficiente como para saber que no era el momento oportuno.

Lyra le ha pedido una habitación donde pudiésemos dormir las tres juntas. Ninguna hemos puesto pegas. Nadie querría estar solo tras lo vivido.

Descalzas y desarmadas, nos dejamos caer en nuestras camas. Apenas hemos cruzado un par de palabras entre nosotras. Las suficientes para pedir ayuda para desabrochar una armadura, colgar un carcaj o encender una vela tras cerrar las ventanas. Lo rutinario se ha vuelto reconfortante.

¡Debes hacer que corra la sangre! ¡Que inunde las calles de la ciudad! ¡Que se tiñan como el suelo de esa sala…!

Las voces llenan mi cabeza, pidiendo represalias ahora que me concentro en buscar algún tipo de sueño reparador. Hacerles caso se me antoja sumamente tentador.

Cada fibra de mi ser clama justicia por mi amiga y las personas que han perecido allí abajo. No, justicia no; es algo mucho más primario, es pura venganza.

Ya tenemos la respuesta que buscábamos. Elana está muerta y lo único que hemos conseguido es una chirriante sensación de derrota. Por un momento, en la cripta, al contemplar los restos de mi amiga, he temido perderme a entre los gritos de mi mente. Pero me he sobrepuesto. He cumplido la promesa que me hice a mí misma la otra noche. Y eso me hace sentir más fuerte que cualquier poder que me haya transmitido esa maldita estatua. Y, aun así, siento el peso de todo lo ocurrido como algo físico, que me hunde en esta cama donde no consigo dormir.

Temo las pesadillas que vendrán. Tras contemplar el tótem, las siento muy reales, y eso me inquieta.

Un sollozo me saca de mis pensamientos. Un lamento suave, contenido. A mi lado, en otra cama, Lyra lucha por retener las lágrimas. Escucharla me rompe el corazón.

Ella no es más que debilidad, no es más que un lastre…

No es cierto. Me doy cuenta de que ella me ha hecho más fuerte hoy, al igual que Diana. Se han convertido en mi ancla hacia la realidad.

Salgo de mi cama y me deslizo suavemente en la suya. El frío me envuelve un instante antes de que el calor de su cuerpo me alcance. La siento temblar cuando me acerco y la envuelvo con mis brazos. Ella se aferra a mí como si yo fuese un salvavidas y ahora sí, la máscara que tanto se ha esforzado en construir se desmorona y rompe a llorar sin esconderse. Siento sus lágrimas cálidas mojando mi pecho y resbalando hasta las sábanas.

Un instante después, el colchón se hunde levemente a nuestro otro lado y una calidez distinta nos alcanza cuando Diana nos rodea a ambas con su fuerte brazo. No dice nada. No hace falta. Solo está ahí, sumándose al abrazo. Poco a poco el temblor de Lyra empieza a calmarse. El ritmo de nuestras respiraciones se convierte en una melodía acompasada, como olas que me empiezan a arrastrar con su corriente hacia un lugar más allá de esta habitación, más allá de los recuerdos y de las pesadillas. Un lugar donde solo hay paz y descanso.

Tal vez esta sea la sensación que provoca volver a tener algo a lo que llamar hogar.

Y con este pensamiento acunándome, dejo que el sueño me lleve.

Despierto completamente desorientada, pero descansada y con la certeza de que ninguna pesadilla me ha alcanzado hoy. Incluso las voces parecen calladas. La cama donde nos apretamos hace unas horas ahora está vacía, y al incorporarme para buscar a mis amigas solo encuentro a Diana. Está sentada en silencio, contemplando el cielo a través de la ventana entreabierta. La luz de la tarde se cuela por la rendija, incidiendo directamente sobre su rostro, envolviéndola en un halo brillante que le confiere un aspecto sobrenatural. Debe haberse bañado, pues sus cabellos están mojados y echados hacia atrás, y lleva puesta una túnica sencilla, blanca e impoluta, que la hace proyectar una imagen de divinidad.

Me sobrecoge una mezcla de admiración y temor. Nunca la había visto tan vulnerable.

—Todavía no he sido capaz de rezar mis oraciones… —se lamenta, sin dejar de mirar por la ventana—. Tengo miedo de que Él ya no quiera escucharme.

Me levanto en silencio de la cama, cojo una silla que hay en un rincón, la coloco frente a ella y me siento.

—¿Y si ya no quiere concederme su poder? —vuelve sus preocupados ojos verdes hacia mí.

Yo me inclino hacia ella para coger sus grandes manos entre las mías, sin dejar de mirarla a los ojos.

—No hiciste nada malo ahí abajo, Diana. Ninguna lo hicimos. Tu Señor debe saberlo —trato de consolarnos a ambas.

Titubea. Sus labios tiemblan antes de pronunciar las palabras que tanto la atormentan.

—Yo lo sacrifiqué, Ceres.

¡Clavó nuestra daga en su piel, vertió su sangre sobre la estatua!

—No, Diana. Tú le ayudaste. No fue un sacrificio, fue misericordia —le digo tanto a Diana como a las voces.




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