Escarlata Rebelde

25.Lyra

Abro los ojos. La luz blanca del mediodía se filtra entre las cortinas con una suavidad casi sagrada. Durante un instante no sé dónde estoy. Me cuesta identificar el peso de un brazo sobre mi vientre, el calor de un cuerpo apoyado en mi espalda. Por un momento, me permito desear que lo que realmente ocurrió anoche fuera algo simple: haber bebido de más, haber acabado en los brazos de alguna pareja con ganas de experimentar. Pero no es así. La sal de las lágrimas secas en mis mejillas es el testigo mudo de lo que de verdad vivimos ayer.

Miro a mis amigas aún dormidas. Diana está de lado, respira tranquila, pero su ceño sigue fruncido incluso estando en reposo. Ceres se aferra a mí como si tuviera miedo de soñar sola. Una sensación de pertenencia me invade al contemplarlas, como cuando, años atrás, éramos la Legión Escarlata Rebelde de Amazonas. La LERDA, como nos llamaban, al principio como burla, al final con admiración.

Desde más allá de la habitación llega el murmullo de la taberna. Se escucha una suave música de laúd, acompañada por una voz que reconozco de inmediato. Evans está cantando algo suave, un lamento de notas bajas que resuena con recuerdos de otros tiempos. Siempre cantó muy bien, incluso más que yo, aunque no quisiera reconocerlo. Eso siempre fue un problema.

Hace mucho calor, y aunque estoy cansada, sé que ya no podré dormir más. Además, la bolsa que dejé con los documentos que encontramos me grita en silencio desde la mesa, exigiendo atención, así que me deslizo con suavidad entre mis amigas, con cuidado de no despertarlas, y salgo de la cama. Fuera, la música cesa y escucho los aplausos.

Llevo puesta una camisa de Diana, que casi me vale de camisón. Aun así, busco mi capa y me envuelvo con ella antes de salir de la habitación, cargando con la bolsa a mis espaldas en dirección a nuestra habitual sala privada.

Camino por los pasillos del Pony Brincador, descalza y con la cabeza baja, hasta que, al girar una esquina, una voz me detiene.

—¿Lyra?

Alzo la vista para ver cómo Evans, con el laúd a la espalda, me observa con curiosidad… o tal vez es preocupación. El silencio entre nosotros resuena más que cualquier canción y me doy cuenta, mientras contemplo sus hermosas facciones, de que cualquier rencilla que hayamos tenido estos últimos años ha dejado de tener importancia. No es nada en comparación con lo vivido anoche.

Doy un paso, luego otro, y otro, acortando la distancia entre nosotros, y entonces, sin pensarlo más, lo abrazo. Es un abrazo torpe, condicionado por todos estos años en que la amistad, o tal vez algo más, dio paso a una estúpida competición entre nosotros.

Durante unos segundos, siento la tensión en su cuerpo, tal vez por la sorpresa, pero finalmente apoya sus manos en mi espalda y responde a mi abrazo. Nos quedamos así durante un momento.

Entonces él se separa y, mientras me sujeta por los hombros, me escudriña como si necesitara asegurarse de que sigo entera. Su mirada se demora un segundo de más en mi cuello, mis brazos, el borde de mi camisa. No dice nada, pero es evidente que está buscando rastros de algo que no sabe cómo preguntar. Finalmente rompe el silencio:

—¿Estás bien?

No sé qué decir, así que asiento, por costumbre, pero es evidente que él sabe que no lo estoy. Lleva observándome durante años, preocupándose en silencio por mí. Me lo contó la otra noche. Eso sí puedo recordarlo.

—¿Y por qué me cuesta creerlo?

—Bueno… lo estaré —le respondo con convicción.

—Eso no lo dudo —me dice mientras aparta un mechón rebelde que me cae por la mejilla—. Eres una Rutkowsky, no lo he olvidado.

Me desarma darme cuenta de que sabe de mí más de lo que pensaba. En cambio, a pesar de estos diez años que hace que nos conocemos, yo apenas sé nada de él, o no lo recuerdo. Y pensar que llegamos a ser íntimos amigos cuando empezamos nuestros estudios. Pero nuestras ambiciones se interpusieron. Dichosas aspiraciones de bardos.

—Lo siento —las palabras me salen sin pensar.

—¿Por qué? —pregunta, enarcando una ceja.

—Por cómo te traté el otro día... por no recordar… por todo, supongo.

—¿Me estás pidiendo disculpas, Rutkowsky? —bromea, quitándole hierro al asunto—. ¿A mí?

Supongo que era inevitable que al final la costumbre se interpusiera. Es difícil dejar de lado el papel que llevamos años interpretando entre nosotros.

—No te acostumbres, Vanseth —le respondo con sorna.

Me aparto de él y trato de rodearlo para seguir mi camino, pero él me agarra por el brazo, reteniéndome.

—Lyra —su tono vuelve a ser cercano—. Estoy aquí por si necesitas hablar, o lo que sea…

Veo cómo sus ojos se posan en mis labios durante una leve fracción de segundo, lo suficiente para que se me acelere el pulso. Por suerte, el peso de la bolsa en mi espalda me recuerda que ahora no es el momento para estas cosas.

—Ahora no puedo, Evans —le digo con urgencia—. Pero hablaremos, en cuanto sea capaz de ello. Lo prometo.

Él parece conformarse con mi respuesta, suelta su agarre con suavidad y se da la vuelta para seguir su camino mientras me dice:

—Te tomo la palabra, Rutkowsky. Ya sabes dónde encontrarme.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.