Escarlata Rebelde

30.Ceres

A veces hay impulsos irracionales que te llevan a hacer cosas innecesarias. Pues uno de esos impulsos es lo que nos ha llevado a tener que pasarnos por mi casa, a por mi lamparilla de noche, antes de dirigirnos a casa de Lyra para dar el día por terminado.

Muchas veces, esos impulsos esconden corazonadas que no sabías ni que estaban ahí.

Le doy vueltas a esa idea mientras me detengo y observo la puerta entreabierta de mi apartamento.

¡No debería estar abierta! Seguro que olvidaste cerrarla como es debido. Te has vuelto confiada y tonta, y eso terminará matándote.

Es verdad, no debería estar abierta. Pero si de algo estoy segura, es de que yo no la dejé así. Soy bastante consciente del barrio donde vivo. Lo elegí a propósito.

A mi lado, Lyra y Diana también se han parado al ver la puerta y me observan esperando indicaciones. Sin decir nada, les hago señas para que guarden silencio y empiezo a avanzar hacia la entrada sigilosamente. Veo como Diana adquiere una posición de alerta mientras me sigue, junto a Lyra, a varios metros de distancia.

Ya casi está anocheciendo, por lo que, cuando estoy delante de la puerta, lo único que puedo intuir del interior no es más que oscuridad. Poso mi mano con cuidado en la puerta y me dispongo a empujarla cuando escucho el ruido de una silla al ser arrastrada en el interior. Está claro que dentro hay alguien o algo, y así se lo indico a mis compañeras mediante señas para que estén preparadas. Echo mano de las dagas que llevo, como siempre, enfundadas en mi cinto y respiro profundamente para calmar los latidos acelerados de mi corazón.

Eso es… ¡Hora de derramar sangre!

Apoyo el codo en la puerta y empujo con suavidad hasta abrir lo suficiente para colarme. A pesar de estar en penumbra, me doy cuenta de que mi apartamento está hecho un auténtico caos. Puedo vislumbrar sillas por el suelo, estanterías desordenadas y armarios abiertos cuyo contenido está esparcido por la habitación. También soy capaz de ver una figura que se mueve más allá de la puerta que da a mi habitación. Espero unos segundos, aguzando el oído, tratando de captar si hay más pisadas, pero todo indica que no hay nadie más.

Avanzo despacio y con cuidado, esquivando el mobiliario caído y tratando de no tropezar con ninguna de mis cosas. A mi espalda, Diana empieza a asomar por la puerta, pero le hago gestos para que se quede donde está y señalo hacia mi habitación. Mejor no hacer ningún ruido que pueda alertar a mi indeseado inquilino.

Llego hasta el umbral de mi cuarto y me asomo con cuidado. La luz del crepúsculo recorta la silueta de un hombre asomándose a la calle desde mi ventana.

¡¡Ahora!! Está distraído, clávale los cuchillos por la espalda… ¡Sí!

Me muevo con velocidad, y en menos de un latido cruzo la estancia hasta mi víctima. Él no se da cuenta de mi presencia hasta que es tarde y ya tiene mi cuchillo rozándole peligrosamente la garganta.

¡¡Rájasela!! ¡¡Venga!!

—No muevas ni un pelo si no quieres que tu sangre manche el suelo de mi habitación… —le ordeno con voz firme, ignorando por completo las voces y sus molestos chillidos.

El hombre alza las manos despacio, con movimientos medidos, y entonces me habla con una voz tensa pero familiar.

—Joder, Ceres… tranquila, soy yo —gruñe mientras gira un poco el rostro, lo justo para que lo pueda reconocer—. Soy Durvan.

Durante un segundo, me invade la confusión y aún puedo sentir la adrenalina tensando mis músculos. Bajo poco a poco el cuchillo, pero no lo aparto del todo.

—Mierda, Durvan… más vale que tengas una buena explicación para esto —le espeto con los dientes apretados.

Durvan traga saliva y baja los brazos mientras se da la vuelta con cuidado, sin dejar de mirar mi cuchillo.

—Venía a buscarte. Necesitaba hablar contigo. Juro que me encontré la puerta así… y todo esto ya estaba por ahí tirado cuando llegué —hace un gesto leve hacia el desastre de la habitación.

Lo observo fijamente, buscando la más mínima señal de mentira en sus palabras. Luego echo un vistazo rápido a la estancia, que está en un estado tan lamentable como el resto de la casa. El pulso se me acelera cuando veo mi lamparilla, tirada y rota, en un rincón.

¡No le creas! Mira lo que ha hecho… ¡mátalo!

Con todo lo que está pasando, cuesta saber de quién nos podemos fiar. ¿Y si no dice la verdad? Pero se trata de Durvan. Llevo un año trabajando con él y siempre se ha portado bien conmigo, esto no es propio de él.

Suspiro, irritada, y aparto finalmente el cuchillo de su garganta.

—Quédate donde estás —le advierto con frialdad, antes de girarme hacia la entrada—. Lyra, Diana, podéis entrar.

Las oigo avanzar tras de mí, pisadas rápidas y alertas.

—¿Estás bien? —pregunta Diana nada más cruzar la puerta, echándome un vistazo de arriba abajo.

Lyra, que la sigue inmediatamente detrás, se para a observar a Durvan y una mueca de reconocimiento se dibuja en su cara.




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